De Puntillas

Homs – Por Juan Carlos Acosta

Ante un vídeo de la ciudad siria de Homs en ruinas, totalmente devastada por la guerra, y sin rastro de su millón de habitantes, me he preguntado qué es lo que hace que eso suceda en un mundo repleto de hilos invisibles de comunicación. Allí, mientras un dron, que las grandes potencias utilizan también como arma letal, pasaba rozando las crestas deshilachadas de las casas, imaginé a los niños jugando en las azoteas o a sus madres tendiendo la ropa antes de preparar la comida para la familia, tan solo hace cuatro o cinco años. En las calles, repletas de escombros, como caminos de un bosque achicharrado, igual que Hiroshima o Nagasaki tras las bombas atómicas, ocasionalmente circulaba algún coche como si lo hiciera por algún infierno bíblico. También a veces algunas personas, muy pocas, caminaban por uno de sus canales polvorientos, entre jirones y amasijos inútiles de cosas que una vez sirvieron para algo. Incluso ahí, entre esas moles de edificios que se tambalean, aparentemente quedan supervivientes que intentan recuperar sus vidas, los que no se han ido ya, casi todos, para emprender una diáspora con lo puesto y con los recuerdos de las noches estrelladas en las que reinaba la paz y la certeza de un mañana.

Creo que asistimos a un holocausto imponente y silencioso del que estos enclaves son simplemente la punta de un iceberg sumergido en las aguas heladas de algún océano insondable, como el que se tragó al Titanic, símbolo de la soberbia humana, con algo más de 1.500 personas a bordo, y que la culpa se diluye en una colectividad que asiste a ello solapada e impertérrita desde sus confortables salitas aceptando que se trata de acontecimientos inevitables, cuando no incomprensibles, y que, por lo tanto, nada se puede hacer al respecto. A vista de pájaro, el gran mausoleo de Homs es como un monumento terrible al desamor de la Humanidad, al egoísmo, la avaricia y la inconsistencia de un ser inteligente que se autodestruye destruyendo a los demás.

Cabe preguntarse por qué ocurren esta y otras grandes tragedias paralelas en un planeta circundado por infinitos haces de ondas que transportan la palabra, imágenes, información y deseos, sin que, por lo visto, las organizaciones multilaterales, como la ONU, atrapada en su inutilidad manifiesta y rehén de los intereses hegemónicos de los de siempre, no se revele y, con ella, el resto de los mortales, para desenmascarar los resortes de un poder inclemente y ciego que fulmina a miles, millones de inocentes cada día. Y digo millones porque lo son también los que malviven sin agua, sin energía, sin medicinas, ni esperanza de que algo cambie en cualquiera de esos territorios olvidados mientras les sobrevuela algún avión de pasajeros de última generación.

La inteligencia que se le supone a la cúspide humana de esta pirámide de vida terrenal es, hoy por hoy, a tenor de los resultados, una presunción simple y plana, como se creía que era el planeta en tiempos de la antigüedad clásica, porque mucho menos costaría alimentar y organizar a los 7.000 millones de almas que lo habitamos para explorar el futuro juntos, ahora mismo incierto y grotesco, que envenenar la convivencia por unos cuantos reales absurdos que ingresan las máquinas de matar.