A Manuel Vázquez Montalbán le habría encantado venir a Tenerife al Foro Premium a hablar de su Cataluña sentimental como un polaco en la corte del rey Felipe VI. ¡Tenía tantas cosas en la cabeza! (y le gustaban las papas arrugadas de Canarias que le enseñó a cocinar Juan Benet). Saldría a colación La Habana en la que Dios entró dos veces, una con Juan Pablo II para ver y otra con Francisco para hacer. Pero Montalbán (escritor, poeta, periodista) está muerto, salvo el detalle de que aún perdura en los libros que escribió en carne y hueso, y su espíritu errante regrese cada vez que quiera para revivir la farsa de la vida en las estancias de su castillo, de este lado del cuento, que prosigue tras los muros en una trama de Lovecraft. En la revolución francesa, en la que, que según cuenta Pedro J. Ramírez se inspira la ira de Pablo Iglesias, se pasaban por la guillotina a los líderes que antes de irse se llevaban por delante su ración de girondinos o jacobinos haciendo una orgía esplendente del mero ajuste de cuentas. Ramírez trajo bajo el brazo una cita que lleva el cuño de Gramsci para explicar este momento de estragos sin líderes que vive España: “cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. El periodista y político marxista italiano remataba, en el original, su axioma sobre tal instante fronterizo en la historia de todo pueblo, afirmando que en el claroscuro de ese paréntesis entre el final de una etapa y las demoras de la nueva, “surgen los monstruos”. Fue una advertencia de novela negra -ahora que el género circunda Santa Cruz- o a la medida de Edgar Allan Poe (narrador, poeta y periodista, por cierto, como Montalbán), cuya manera de narrar el terror lo hace tan actual en este tiempo. Esa imagen gramsciana de interregno entre dos mundos que no aciertan a darse la mano -lo viejo y lo nuevo- con que el lunes retrataba Pedro J. en el Foro Premium del Atlántico de DIARIO DE AVISOS esta travesía de entresiglos, entreespañas y entretransiciones (1976-2016), me trajo a la memoria la novela inolvidable de Margerite Yourcenar, Memorias de Adriano. En ella toma prestada de Gustave Flaubert una larga sentencia que a mí me quedó grabada: “cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”. En el conmovedor relato, Adriano es ese hombre a solas que dirige una epístola a su nieto adoptivo y sucesor, Marco Aurelio, en la que le regala su voz escarmentada que le habla de la vida, el amor y sus desgracias, pues late en todo el testamento la pasión por su amante, Antinoo, y la herida incurable del dolor que le produce su muerte. Los marcoaurelios de hoy pretenden saltar al ruedo sin escuchar los consejos de los adrianos que les precedieron. Es verdad que el fantasma de Suárez nos merodea bajo la apariencia física de Albert Rivera y que este le secunda en parte sin rubor. Pablo Iglesias quisiera reencarnar a Robespierre, aunque Pedro J. lo asocie más con Danton que era un gran orador histriónico en la Convención Nacional francesa, un showman inteligente, sin embargo, enemigo del Terror de Robespierre. Pero salvo ese deja vu de Rivera y Suárez, de Ciudadanos y UCD, lo cierto que este desierto tiene es que vivimos huérfanos, sin grandes cabezas. Guillermo Van de Waal (su vida, su historia en las islas oceánicas primitivas es capítulo aparte, acudan a verla en la Sala Mac) me contaba el otro día que en Papúa Nueva Guinea los cazacabezas degollaban a sus semejantes para apoderarse de su espíritu. En Francia las cortaban con cuchilla de acero al trangallo sobre el cadalso (“no os olvidéis de mostrar mi cabeza al pueblo; merece la pena”, fueron las últimas palabras de Danton antes de que le amputaran la suya). La democracia española está decapitada, y uno de esos dioses que se había ido, como diría Flaubert, antes de que llegue el mesías, es alguien que ocupa cuatro páginas en El País, pero maldito caso le hacen en su propio partido. Tengo la impresión de que si volvieran provisionalmente Felipe González -a quien, en efecto, el difunto Txiki Benegas llamaba dios en la célebre charla de Motorola- y los pocos que quedan de los dinosaurios de la Transición, habría nuevos pactos de la Moncloa y cuatro reformas para arreglar la ley electoral, el Estado de las Autonomías, la Carta Magna y lo que toque, y poner el Estado a andar de nuevo sin titubeos. Luego se irían los dioses a su olimpo tras dos años de terapia y que vengan los siguientes ya con la casa en pie. Los nuevos cachorros se llenan la boca con la palabra regeneración, pero no todos están a la altura de la nobleza de ese lenguaje. Tiene razón Eligio Hernández cuando dice que muchos de ellos no leen. Iglesias y Rivera presumían de Kant sin haberlo olido. No es ninguna tontería la cara de desamparados que se nos ha puesto, sin padres de la democracia ni esperanzas de tenerlos a la vuelta de la esquina. Yo echo de menos, decía, a Vázquez Montalbán, no solo por la saga de Pepe Carvalho, sino también por la sagacidad de sus columnas y ensayos; ahora se daría gusto con las rondas del Rey (La Ronda, aquel programa de radio, en la prehistoria), los pactos imposibles en la Corte del Reino y el procés de Puigdemont (otro del gremio: periodista). Y busco a veces como un poseído desmemoriado la columna diaria de Umbral en la última de El Mundo, ansioso de metáforas ingeniosas para matar el tiempo con ayuda de sus musas. Pero los dos (dioses) no están. Que bajen del cielo o que Iglesias -la otra Iglesia- lo asalte y los traiga. Umbral dijo al marcharse, en el lecho de muerte, a su esposa, María España, dos palabras por último: “uvas doradas”. Tenía por leit motiv el brillo de las uvas amarillas. Nos falta eso, la luz de los días y las ideas, y el sol en la cabeza.
Montalbán, Umbral y las uvas doradas publicado por Carmelo Rivero →