Casi todo el mundo conoce algún caso. Un familiar, un amigo, un vecino, en definitiva, una persona que ocupa una vivienda que no es la suya y sobre la que el único título de propiedad o contrato de alquiler que tienen es el de la desesperación. No hay un perfil concreto para los vecinos que en Santa Cruz o La Laguna han optado por okupar una casa, pero sí que tienen un aspecto en común en sus biografías que sirve de detonante para llevarlos a tomar una decisión tan drástica, el desempleo y la falta de apoyos familiares. La mayoría de las personas empiezan su relato contando que se han quedado en paro, que se acabaron las ayudas y finalmente llegó el desalojo. Antes que la calle, prefieren saltarse la ley y okupar una vivienda. La mayoría lo hace sin luz y sin agua, tirando con hornillos o con cocinas de gas butano y recurriendo a distintas ONG para cubrir las necesidades básicas. DIARIO DE AVISOS ha podido hablar con algunas de las personas que se encuentran en esta situación y que acuden al centro que Cruz Roja tiene en La Cuesta en el que, calculan, cerca del 30% de las personas que atienden están residiendo en una vivienda de forma ilegal.

En La Laguna vive María (nombre ficticio), 55 años y en paro. Ella y su marido son okupas en una casa en El Cardonal, en la que no tienen luz y el agua la consigue gracias a las garrafas que les dejan los vecinos. “Yo vivía en una comunidad de vecinos pero me echaron de allí porque dicen que debía la comunidad, pero yo tenía todos los papeles en regla”, cuenta mientras se retuerce las manos y desvía la mirada intentando buscar las palabras para explicar por qué le pasa lo que le pasa. “Cuando nos fuimos de allí nos metimos primero en cuevas, barrancos, playas, hasta que llegamos a esta casa”, detalla. Marina está a la espera de cobrar la Prestación Canaria de Inserción (PCI) y su marido no trabaja. Una vez por semana va al local que la Cruz Roja tiene en La Cuesta para ducharse y lavar. Reconoce que las administraciones le buscaron una casa, pero “me la dieron en la misma comunidad de vecinos y me negué a ir allí; donde hay gente ruin no puedo volver”. La negativa de esta pareja los ha dejado fuera de la lista para una casa durante cinco años.
[sws_pullquote_left]El desempleo este es el detonante de la exclusión en la que se ven inmersas las personas que acaban okupando una casa[/sws_pullquote_left]
Frente a los años de Marina, la juventud de Yanira (30 años) y Yasmina (20). Ambas viven en una cueva-casa del barranco de Santos. Estos días, con la lluvia, se han visto con problemas para salir de allí, pero de momento es el único techo que tienen. Yanira se muestra más locuaz que su compañera de piso y explica, con un aire de resignación que se hace difícil de encajar en alguien tan joven, que antes de la cueva-casa pasó por el albergue de Santa Cruz, “pero ese no es un sitio para vivir”. Cuenta que es de Gran Canaria, que se fue a la Península a buscarse la vida y que en 2009 volvió a las Islas. “Volví por mi pareja, pero las cosas no fueron bien y terminé en la calle”. Lleva tres años viviendo en el barranco. Yasmina solo cinco meses y desde que se peleó con su familia. Ambas sobreviven como pueden. Sin luz y sin agua se las arreglan con lo que Cruz Roja les proporciona y con lo que van sacando. “A veces ves cosas en los contenedores que la gente tira y tu puedes vender”, explica Yasmina. Otras veces, reconocen, se ponen por fuera de los supermercados a pedir: “Esto es lo último”, dice Yanira, quien añade que “siempre dejamos claro que no es para vicio”. Buscan trabajo. Yasmina quiere hacer un curso de cocina y Yanira uno de manipulador de alimentos. Ambas se quejan de que todo el mundo pide experiencia para los trabajos, “y no se dan cuenta de que la falta de experiencia te deja a las puertas del empleo”, concluye Yanira de nuevo con ese aire de resignación impropio de su edad. El 17 de marzo tienen cita con los servicios sociales de Santa Cruz.
Sin servicios básicos
El siguiente en contar su caso es Juan Carlos, de 49 años. Vino a Tenerife hace poco menos de un año a conocer a una mujer con la que las cosas no fueron bien. “Me echó de su casa y me denunció para que no me acercara a ella. Tengo una orden de alejamiento”, cuenta como si no se creyera lo que le ha pasado. Ahora okupa una casa en Cuesta de Piedra, desde diciembre pasado, sin agua y sin luz. Sale adelante comiendo en los comedores sociales y ahora está “arreglando los papeles” para conseguir algún tipo de ayuda. Al igual que Yanira y Yasmina a veces se ve obligado a pedir. “Ahora mismo con seis o siete euros diarios no podría pagar ninguna casa”. Busca trabajo. Siempre ha trabajado de camarero. Cuando se le pregunta si regresaría a la Península, donde afirma tener un hijo de 24 años, contesta que no: “Allí estaría en la misma situación que aquí”.
[sws_pullquote_right]Cruz Roja-La Cuesta estima que el 30% de sus usuarios ocupa una casa de forma ilegal[/sws_pullquote_right]
Tanausú se toma su situación con un poco más de optimismo. Tiene 31 años y ocupa una vivienda en Finca España junto a otras dos personas. “Primero estuve en una cueva, después en un solar y luego me enteré de que había una casa vacía en Finca España y me metí allí”. En su caso sí que tiene luz (el contador está dentro de la casa y no dejan entrar a los operarios para que procedan al corte). “El dueño nos denunció y ahora estamos esperando a que salga el juicio”, cuenta. Su historia empieza en el mismo punto que la del resto. “Me quedé sin trabajo y sin ayudas -tampoco de su familia- no pude pagar el alquiler y me vi en esta situación”. También busca trabajo como camarero a ser posible, pero reconoce que se busca la vida como puede, cobrando aquí y allá por pequeñas chapuzas. Denuncia la precariedad que la crisis ha traído al mercado laboral: “No te hacen contrato y luego te pagan la mitad de lo que te dijeron que te iban a pagar”.
[sws_pullquote_left]La mayoría de los casos se ven además sin apoyos familiares y sociales que les permitan seguir dentro del sistema[/sws_pullquote_left]
La última en contar su caso es Belén, de 39 años. Vive en una casa de La Cuesta, a la que entró con un acuerdo verbal de alquiler y en la que finalmente se ha quedado de okupa. La historia de Belén es cruda, tanto que la voz se le quiebra cuando la cuenta. “Estuve cuatro meses en el albergue pero eso no es vida, no es para quedarte”. Decidió junto a dos compañeros alquilar una casa. “Teníamos dinero y pensamos que entre los tres podríamos pagarlo”, explica. “Entramos en la casa con un precontrato, pero cuando estuvimos dentro el propietario cambió las condiciones y se negó a firmarlo”. Cuando se le pregunta en qué consistió el cambio, afirma que le pidió que tuviera relaciones con él: “Me negué”. Se quedó dentro de la casa y, aunque al principio pudo pagar luz y agua, cuando se acabó el dinero se la cortaron. Lleva más de dos años en paro y el último trabajo que tuvo fue de teleoperadora. “El día a día lo pasamos fatal, casi siempre aquí en la Cruz Roja hasta la hora de cierre, llegar a casa, cocinar lo mínimo y ya está”, detalla. Habla en plural porque Belén tiene ahora con ella a sus dos hijos de 21 y 20 años, su hija de 16 está en la Península. Necesita un sitio seguro dice: “Si estuviera sola no me importa dormir en un portal, pero con mis hijos no”. Cuando acaba la conversación, Belén, ya fuera de las miradas extrañas, rompe a llorar.
[sws_grey_box box_size=”100″]Te puede pasar a ti
Javier vive en uno de los pisos okupados en los antiguos apartamentos América, en Finca La Multa, en Santa Cruz. Su día a día se desenvuelve en apenas seis metros cuadrados. Antes, trabajó sin descanso desde los 14 años hasta los 30, cuando se quedó en paro y todo lo que había construido se desmoronó. “Las cosas iban bien, pedí la hipoteca, mi mujer se quedó embarazada y pensaba en que podía refinanciar y comprar un coche nuevo”. Se quedó sin trabajo y le quitaron la casa. Javier se separó de su mujer antes de que nacieran sus mellizas y empezó la odisea que lo ha llevado a acabar ocupando una habitación en los apartamentos América. “No consumo drogas, no bebo alcohol, soy una persona normal que se ha visto en esta situación”, se lamenta. Este joven reconoce sentirse desorientado en esta nueva etapa de su vida en la que rechaza tener que hacer colas para comer y dice no sentirse motivado para seguir adelante. A pesar de todo, “yo soy de los que dice que hay trabajo si uno quiere trabajar”, y por eso reconoce que se está ganando el sustento con la economía sumergida, haciendo chapuzas aquí y allá. Ahora reparte pan. En cuanto a quedarse en el edificio: “No me importaría si nos garantizaran un mínimo de seguridad, que pueda irme tranquilo a trabajar sin preocuparme por que me quiten mis cosas”.[/sws_grey_box]