sobre el volcán

Don Arsenio, recuerdos de una maleta

Pienso en una maleta. No en la que mi abuelo se llevó a La Habana, ni mi padre a Venezuela, como la que describió el poeta Pedro Lezcano, porque ellos no emigraron, aunque por otras causas, o en el fondo las mismas, también tuvieron que partir pronto en ese viaje sin retorno y libre de equipaje. Pensaba en la maleta de la infancia, la que siempre dejaba tirada a la entrada de casa de regreso de la escuela para enfado de mi madre y liberación mía. Una mala costumbre que, por cierto, todavía conservo para enojo de mi compañera, aunque creo que es una práctica más extendida de lo que ella piensa. La maleta que servía para hacer los postes de una imaginaria portería en un improvisado campo de fútbol, con manchas de tinta y rotuladores, y que portaba aquellos cuadernos con tapas azules tan frágiles como económicos. Era de un color austero y tenía una tiras para llevarla colgada a la espalda en forma de mochila, que se enterraban en los hombros como si fueran sendos cilicios por el peso de los libros. Había quien la llamaba cartera, pero creo que era por una influencia peninsular, o al menos eso pienso ahora. Dos hebillas, remendadas de tanto uso, hacían de cierre de aquella pequeña máquina de torturas. Era un utensilio más propio de los varones, aunque también recuerdo a alguna niña portando esta especie de macuto escolar. La verdad es que tenía muy poco glamur entonces, frente a los bolsos deportivos que en el colegio llevaban muchos otros niños, que tenían las asas acolchadas, los colores muy vivos, se cerraban con una simple cremallera y, sobre todo, lucían las marcas de moda de los grandes deportistas de la época. Hoy sería toda una pieza de moda vintage. Lo que quedó de aquella maleta fueron recuerdos muy vivos de la infancia, que todavía tengo la suerte de compartir con buenos amigos, y ciertos hábitos de trabajo y disciplina que me han acompañado desde entonces. Disciplina no cuartelaria, quiero decir, sino la que nace del respeto al otro y también a uno mismo. Y pienso en aquella maleta porque me he encontrado recientemente en Santa Cruz de La Palma a un maestro de la infancia, a quien no había vuelto a ver desde que salí del colegio y que me ha hecho revivir esa etapa de la vida. Don Arsenio, que llegó al colegio como uno de los profesores más jóvenes del centro, que estaba formado entonces por una plantilla que mayoritariamente procedía de la escuela franquista, con rasgos marcadamente autoritarios en las aulas, puso todo el esfuerzo en llenar de valores aquella maleta austera, fea y algo torpe, mientras enseñaba las primeras letras y las cuentas. Lamentablemente no todo lo que tratan de sembrar en uno logra germinar, porque aquella maleta tenía también agujeros por los que se escurrían, desagradecidas, muchas semillas. Pero de lo que no me cabe duda es que sin el paso de este maestro por mi vida es muy probable que habría sido distinta. Algo de lo que me doy cuenta ahora, agradecido, cuando recuerdo aquella maleta y lo que ha quedado de ella.