Nombre y apellido

Valentín Díaz

Mar mediante y presente la definición, acuso recibo de la esperada epifanía poética de un intelectual honesto y un hombre bueno, duplicidad extraña en tiempos poco propicios para la lírica y la convivencia. La revelación de Valentín Díaz – anticipada sólo en juicios certeros, metáforas felices, currencias en conversaciones prosaicas – me devuelve la confianza y la fe en la poesía, que nunca es estado (ni siquiera de gracia), sino visión del ideal, centella que llega y brilla cuando quiere y que, ante ella, tanto da comprender como temblar. Para nominarla, acudió a un título redondo (el acierto que bendice un libro) y a una expresión musical, su amado jazz, compuesta por cualidades únicas como el swing (la cadencia que vuelve a la palabra persuasiva); el sonido, que refleja la personalidad del intérprete, y la improvisación, sinónimo circunstancial de la libertad imprescindible. Al respecto de ese género música, Henri Matisse aludió a los valores de ritmo y significado que encajan con la obra de un burgalés, viajero de la literatura por el camino de la verdad, atento al nacimiento espontáneo, como la hoja del árbol, y cuidoso en la perpetuación de sus instantes de gloria. “Me reconozco una gran exigencia en la elaboración y depuración de cada verso; busco claridad, densidad y musicalidad” escribe quien no se considera un poeta y que, para pasmo de ingenuos y aviso de arrogantes, marca en diecisiete palabras un derrotero eterno de la lírica. En el prólogo Pérez Barredo descubre un “soliloquio luminoso pese a nutrirse de sombras del que no se puede escapar (ni el autor ni el lector) ni salir indemne” y que nos lleva por los ámbitos soñados y ausentes, por la sima del azogue, las decadencias, las venganzas y los boleros que las conducen al infierno, por las estirpes en fuga, la diáspora asentada en unos ojos negros y la busca del “milagro de ser y de ocultarme”. Introducidos por la cruel lucidez de Borges – “La vieja mano / sigue trazando versos / para el olvido” – once haikus – ¿azares, hallazgos, deseos, afirmaciones? – ponen pausa al camino de fulgor y peso y a las doce estancias en las que un hombre solo recupera el hálito de la niñez y el latido del universo y vierte, con la delicada e implacable constancia de la gota de agua que horada la roca, noticias, evidencias, credos y esperanzas: “Quizá escucho a Dios / cuando suenan las notas del gran Beethoven”. Tras el paréntesis, el regreso hacia “la emoción en la muralla de las tardes incendiadas, cuando la soledad no era más que un presagio, una herida en el corazón adolescente”. Una pobre recensión para un gran libro, “Sueños de jazz” (Sapere Aude, 2016).