FAUNA URBANA > POR LUIS ALEMANY

¡Qué cruz!

La imagen -ofrecida en la primera página de este mismo periódico el domingo pasado- de Bermúdez (nuestro nuevo alcalde chicharrero: más erecto -en la efigie fotográfica- que electo), con la mano alzada frente a un crucifijo, continúa produciéndome una profunda perplejidad, en función de la supuesta aconfesionalidad del Estado español: no puede uno por menos de respetar las creencias metafísicas del nuevo alcalde, al igual que respeto sus aficiones deportivas, cinematográficas o musicales; pese a lo cual consideraría uno igualmente incorrecto -desde la legalidad- que, en función de ellas, Bermúdez hubiera tomado posesión de la alcaldía capitalina, poniendo como testigo de su lealtad a Nino, Almodóvar o Joaquín Sabina, con todo el respeto que los cuatro (incluyendo al Dios de los católicos) me merecen.

A este confuso respecto, a uno (en su ignorancia: ¿o su ingenuidad?) le resulta difícil comprender las sutiles diferencias entre el “prometo” o el “juro” de las tomas de posesión políticas (las tomas de posición suelen ser mucho más complicadas, y tardan más en producirse) porque tal dicotomía electiva resulta rotundamente anticonstitucional -al menos desde la perspectiva ética-, si persiste la vigencia del artículo 16.3 de la Constitución española que reza (con perdón): “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, aunque añadiendo -a renglón seguido- que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”; en una grotesca proposición que no le deja a uno entender muy bien si tal ambigüedad sintáctica supone que los alcaldes deberán inventariar los retablos de las iglesias, los diputados deberán fijarse atentamente en los curas y las monjas que se crucen por las calles, o los ministros deberán colgar en la pared de su despacho una fotografía de la catedral de Burgos para mirarla de vez en cuando.

Desde esta perspectiva, no deja de resultar paradójico el ultramontano rechazo de la extrema derecha hispana a las tomas de posesión políticas que no se refrenden sobre una Biblia y delante de un crucifijo, cuando son éstas precisamente las que transgreden la exigible legalidad constitucional de la promesa laica, a la que todos los políticos demócratas surgidos de las urnas están obligados, porque es la única que posee validez legal: independientemente -claro está- que deseen hacerla extensiva a su esposa, a sus amigos y a su club de fútbol: pero de más a más.