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POR PETENERAS POR > RAFAEL ALONSO SOLÍS

Morir

   

Los budistas consideran el acto de morir como un proceso, una fase más en el misterio de la vida, un tránsito de un estado a otro, sea cual sea el final -caso de haberlo- o los intermedios. Los primitivos indios americanos vivían esa transición en privado, solos con el mundo, en relación sutil y natural con el viento y sus sonidos. Los occidentales, por el contrario, hablamos de la muerte como de una visitante inesperada, incómoda y cruel, que decide aparecer a su antojo y sin permitirnos la preparación. A veces surge tras una esquina, al doblar la calle, y nos arrebata la vida sin contemplaciones. Otras nos impone un sufrimiento adicional, en medio de los avances de la técnica y rodeados por un coro plañidero indeseado y no solicitado por el transeúnte moribundo. Sea cual sea la creencia del que muere, parece razonable que sea, precisamente, en ese momento de transición, en ese lugar de despedida, cuando se le ofrezca el máximo respeto. Morir sin dolor, con compañía querida o en la soledad deseada, es un derecho que nadie debería atreverse a poner en cuestión, que todos deberíamos facilitar con los medios materiales disponibles, adaptando las leyes a su mejor uso, más allá de la ideología, la banda o la tendencia. Puede que ese respeto, como otros similares, constituya una de las características del ser humano evolucionado, capaz de entender la discrepancia con sus congéneres y de aceptarla como una muestra de diversidad que, contiene, en sí misma, la esencia de algún misterio indefinido, la sospecha de un origen y un futuro que se muerden la cola con reciprocidad, la fatalidad de un destino que se hace y deshace con idéntico material al de los sueños. Morir como un paseo, como un devenir que se desplaza, como una luz que se extingue o una lucidez que se adormece. Uno solo piensa en la inmortalidad cuando toma conciencia de su carencia, cuando la ve como imagen literaria o como anhelo inalcanzable. Puede que sea en ese momento cuando comenzamos a morir lentamente, a recorrer el pasillo que nos lleva al otro lado, que nos anuncia la existencia de un barrio de hospitalidad desconocida y del que no tenemos referencias rigurosas. Tan solo una sensación fugaz, ajena y familiar en cierto sentido, que primero nos parece formar parte de los otros, y que, antes o después, reconocemos como propia, casi sin tiempo ya para alentar un gesto de despedida.