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EN LA FRONTERA > JAIME RODRÍGUEZ-ARANA*

Pluralismo y neutralidad

   

El reciente episodio acontecido en una capilla de la Universidad Complutense de Madrid, bien conocido por la repercusión mediática alcanzada, ha reabierto una vieja polémica acerca del sentido de la libertad religiosa, el espacio público y la función de un Estado aconfesional. En realidad, el tema es bien sencillo.

¿Equivale la aconfesionalidad a impedir el ejercicio de la libertad religiosa? En otras palabras: ¿debe el Estado promover el ejercicio de las libertades con excepción de la libertad religiosa? O, de otro modo, ¿es la libertad religiosa la única libertad que debe reducirse a la pura dimensión de la intimidad, de la conciencia?
Estos interrogantes, que no tienen difícil contestación para quien tenga una visión abierta de la libertad y una idea clara de que el Estado existe y se justifica en la medida en que promueve los derechos y libertades de las personas, se responden negativamente, sin embargo, si se tiene una concepción ideológica del espacio público.

El espacio público no es, ni mucho menos, de los poderes públicos. Es de todos, de los ciudadanos. Por eso el Estado, como reconoce la Constitución española en su artículo 9.2, debe promover las libertades.
Y no sólo eso, debe remover los obstáculos que impidan su cumplimiento y su realización efectiva. De ahí que el espacio público, que es de la ciudadanía, debe posibilitar que cada persona, si así lo desea, pueda ejercer sus libertades, también, sólo faltaría, la religiosa. Una libertad que para los nuevos totalitarios, no se sabe bien por qué, debe reducirse a la sacristía, al ámbito individual, amputándose su dimensión externa, su relevancia pública.

Si el espacio público es de todos, debe ser el ámbito propio en el que los ciudadanos se desarrollen libremente. El artículo 10.1 de la Constitución española señala con toda solemnidad que el libre desarrollo de la personalidad es el fundamento, junto a los derechos humanos que le son inherentes, del orden político y la paz social.

Por ello, es lógico que en el espacio público se habiliten dependencias para que las personas también puedan ejercer, si así lo estiman pertinente, su libertada religiosa. Al igual que los servicios de extensión cultural y deportiva de las universidades públicas ofrecen la posibilidad, no sólo de hacer varios deportes, sino de participar en actividades musicales, teatrales, cinematográficas, pictóricas, de solidaridad o de oratoria, por ejemplo, también debieran ofrecer servicios religiosos para quienes quieran practicar su religión en las dependencias públicas.
Prohibir el ejercicio de la libertad religiosa en la universidad so capa de la aconfesionalidad del Estado es, realmente, incoherente.

La aconfesionalidad significa que desde los poderes públicos no se profesa religión alguna. Que no hay religión oficial.
Reprimir la libertad religiosa en el espacio público por pensar que socava la neutralidad es un argumento bien endeble. La neutralidad se cercenaría si una de las opciones gozara de privilegios injustificados. La cuestión, por tanto, hay que plantearla desde el pluralismo que debe promover el Estado y, por supuesto, las autoridades universitarias.
El pluralismo, bien lo sabemos, reclama que las diferentes opciones presentes en la vida social tengan posibilidad de desarrollo razonable. Es decir, si un estudiante protestante, uno católico o uno musulmán quieren asistir a oficios religiosos, los poderes públicos deberán hacerlo posible en unas condiciones razonables y en función de las demandas existentes.
Además, en lo que se refiere a la Iglesia católica, la mayoritaria en España, la Constitución en su artículo 16 señala que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española.

Se supone que esa relevancia que se da a la religión mayoritaria debe ser para respetarla. ¿O es que es razonable y congruente entender que la referencia del artículo 16 significa perseguir y laminar, en el espacio público, a la religión católica?
El artículo 5 de los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede, en vigor, dispone que “el Estado garantiza que la Iglesia católica pueda organizar cursos voluntarios de enseñanza y otras actividades religiosas en los centros universitarios públicos…”

Desde su inicio, la doctrina de Cristo ha sido objeto, como su mismo fundador, de persecuciones sin cuento.
Por eso nada tiene de extraño la campaña actual. Pero, desde el punto de vista constitucional, es menester recordar que los poderes públicos han de promover las libertades. Todas la libertades sin excepción.

*Catedrático de Derecho Administrativo
jra@udc.es