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OPINIÓN> POR OLGA ÁLVAREZ

María Rosa Alonso, un faro encendido para siempre

   

María Rosa Alonso el día que celebró sus 100 años. / MOISÉS PÉREZ

María Rosa Alonso le tocó vivir en la primera parte de su larga vida, un tiempo convulso y sumamente doloroso que no olvidó nunca. La Guerra Civil fue como para la mayoría y, sobre todo, para los perdedores, una época imborrable hasta el fin de sus días. En esas fechas también vivió en La Laguna donde no había nacido pero dónde sí vivió muchos años una época horrorosa inolvidable para ella.

Se puede no olvidar por dos motivos: por lo bien que se pasó un tiempo o unas circunstancias, o por todo lo contrario. Esta segunda fue la que le tocó a María Rosa. Cada vez que hablé con ella, incluso la última hace un año en el Puerto de la Cruz, siempre me recordaba lo que fue vivir en La Laguna de aquella época siniestra, ¡que aún no ha terminado del todo!, le decía yo en el Puerto. No se haga ilusiones María Rosa, porque aún la ciudad en la que nací yo y donde hemos vivido muchos años las dos, la más bella y teóricamente más culta de Canarias, que es, además, Patrimonio de la Humanidad, le contaba, sigue llena de curas con sotanas invisibles, que, con un poder sorprendente, aún organizan rezos con altavoces y con banderolas colgadas en las farolas de las calles de la ciudad, que le hacen a uno retroceder de golpe a la época de Franco. Y si esa revoltura de la memoria me pasa a mí ahora, qué no le habrá pasado a usted y a tantas otras personas que vivieron aquel tiempo de traiciones y miserias. ”Pero qué me está contando usted”, me decía con sus ojos bien abiertos y su mirada directa como una fecha. Estuvimos hablando largo rato indignadas las dos con este tema. Hablamos de que rezar era un derecho que tiene la gente y que ambasres petábamos, pero eso es, o debe ser, una actividad estrictamente privada en un país no confesional como el nuestro… En fin, llegábamos a la misma conclusión: así es La Laguna de nuestros amores y desengaños.

A esas alturas, cuando hablábamos la última vez de la ciudad que lleva entre sus títulos el “de Ilustre Historia”, ya estaba María Rosa a punto de cumplir cien años. Esa enorme información acumulada en un siglo, la más importante e interesante que es la de la experiencia vital, la convertía en un personaje extraordinario con el que disfruté oyéndola hablar desde aquella memoria tan prodigiosa. Siempre que hablé con ella me quedaba absorta oyéndola. Ya alguien dijo que cuando muere un anciano es como si se quemara una biblioteca. Con la desaparición de María Rosa Alonso perdemos una de las mejores y más valiosas “bibliotecas” que hayamos tenido.

Y en este caso además, repleta de libros, muchos de los cuales han sido escritos por ella y que tengo el honor, el inmenso placer y la enorme responsabilidad de estar editando actualmente.
Quiero decir con ello que llevo casi tres años viviendo la vida literaria de María Rosa con verdadera pasión. Ella no es una escritora de ficción. Sólo su única novela llamada Otra vez… , parecía serlo, y lo es en cierto modo, pero sobre todo es, me parece a mí, un ajuste de cuentas con La Laguna. Con aquella ciudad que amó tanto y en donde se sintió maltratada aún sabiendo que aquellos desprecios no eran solo a ella. Pero a cada uno le duele lo suyo, y más aún cuando se es tan joven como era ella entonces. Es con lo único que María Rosa no claudicó en ningún momento de su vida. Otras cosas, en cambio, las fue suavizando porque la razón de la inteligencia y no de la pasión era ya lo que regía su comportamiento. Ya había aprendido aquello que dijo Eugenio D`Ors: “La pasión crea imágenes que la geometría desconoce”

Leer el resto de su obra me ha permitido ver cómo el paso del tiempo la fue calmando, dulcificando; dándole sosiego en su vejez. Cómo la experiencia le fue enseñando y diciendo “por ahí no m´hijita, que te estás equivocando María Rosa” como decía ella que se decía a sí misma. Qué preciosidad. Qué lección de humildad ver a aquella anciana tan ilustrada, tan leída y escrita, reconociendo sus errores, asumiendo con serenidad la enseñanza que le había dado la experiencia de vivir.

“Uno no se jubila hasta que le ponen las cuatro velas”, me dijo un día. No sé si a ella se las habrán puesto, pero si sé que ella debe ser para nosotros no una vela sino un gran faro encendido de los que dan mucha luz. De esos que iluminan la razón en los momentos que más lo necesitamos. Como éste, por ejemplo. Ojalá su visión culta de la vida, su mirada distinta, sirva para que seamos más cultos nosotros y, en consecuencia, también seamos mejores.