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POR TOMÁS CANO >

El andén final

   

El presidente de una comunidad autónoma le ha pedido a un importante empresario aeronáutico que se quedara una compañía aérea porque no saben qué hacer con ella. Sólo lee uno noticias tristes, desconcertantes, hablando gente de su orgullo, ambición, crueldad, con sus trabajadores a 6.000 euros al año. Mientras uno ve el lujo, la avaricia, la envidia y, por último, la ira, que es la madre de la venganza. También ve temor y tristeza, agradeciendo no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastados por ellas.

Estoy cansado de los orgullosos que miran a los demás desde las nubes. Rápido me empequeñezco al pensar en Dios, en la naturaleza y sus maravillas, en el tiempo, el espacio y la muerte. Pero yo me vuelvo y te llamo, alma tú, mi yo real, y he aquí que tú con gentileza dominas los astros, tú te acoplas al tiempo, sonríes contenta a la muerte, y llenas y abultas la inmensidad del espacio. Aquí en el centro mismo de la prisa, bajo el metal de un cielo abovedado, nada sucede alrededor de mí, mientras sucede. Un hombre necesita creer en un lugar al que llegar para partir de nuevo hacia el olvido. Estoy en un andén en el que estuve silencioso y de pie junto a los míos, mirando todo aquello que me rodea. Cuando aún estaban conmigo, cogidos de la mano, no pude impedir que se me fueran cada uno en su tren. Siempre de noche.

Cada uno en su tren, como estas sombras que por mi lado pasan sin mirarme. Este tren va a partir y yo me quedo de pie en esta estación que es término y principio de todos los adioses: lugar que sigue siendo símbolo de la vida, metáfora del mundo, trasunto de la muerte. Tal vez aún me quede tiempo para que de la calle, saliendo de las sombras, alguien llegue en silencio y me toque el hombro, y me coja la mano como un hijo la coge y me diga: “No es hora todavía, aunque es muy tarde ya: vámonos a casa.” Al final medito, y ello me lleva a pensar que hay mucha gente en el mundo, pero todavía hay más rostros, pues cada uno tiene varios.