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NOMBRE Y APELLIDO > POR LUIS ORTEGA

Mario Vargas Llosa

   

La convocatoria de un certamen literario en homenaje a su hijo más ilustre -Mario Vargas Llosa (1936), Premio Nobel de Literatura de 2010- nos devuelve los recuerdos de la blanca Arequipa, que, entre los nevados y el río, paso de villa fundacional (1540) a ciudad (1541) en apenas un año. En el risueño sur, con timbres de nobleza y lealtad concedidos por los Austrias mayores, la visité por primera vez en 1979, recién estrenada su condición de capital jurídica de Perú y cuando, a su potente agricultura y a la secular industria textil, se unía un incipiente turismo que descubría con grata sorpresa una población con empaque monumental y emplazada en un valle fértil, custodiado por imponentes nevados, desde el colosal Chachani (6.075 metros) al Pichupichu (5.600) y al Misti (5.823), emplazado como un decorado ideal sobre la armónica urbanización, donde resalta la albura de la piedra volcánica. En el segundo encuentro, en 1993, la Carta Magna había consolidado la sede del Tribunal Constitucional en este capital sureña, habitada mayoritariamente por criollos, alternativa política a Lima desde la era virreinal, foco de revoluciones burguesas -trece desde 1834 hasta 1955- y una urbe tan cuidada en sus múltiples valores históricos como moderna y cosmopolita, con una docena de universidades y una veintena de centros de visitantes. Con más tiempo y más ganas, conocí la influencia del Chili en la orgullosa y cordial gente de aquel enclave privilegiado y, con Alcides Varela, un cicerone de lujo, recorrí todos los sectores que definen la república independiente -en las tiendas y bazares venden como souvenir un pasaporte honorario que te hace ciudadano de un lugar que merece la pena- y disfruté de dos lugares únicos: el Cañón del Colca, el más profundo del planeta, donde con cierta paciencia recibes la recompensa de contemplar el vuelo del cóndor; y el cenobio femenino más grande de la cristiandad, dedicado a Santa Catalina de Siena y organizado como una ciudadela en un espacio de veinticinco mil metros, con cuidadas dependencias convertidas en espacios de un museo de sitio realmente único entre los que conozco. Las riquezas que atesora responden a la extracción social de las monjas, en su mayoría de familias acomodadas que, además de los preceptivos “mil pesos de dote de plata ensayada y otros cien pesos corrientes para alimentos”, aportaron obras de las distintas escuelas españolas, y de los talleres cusqueños, quiteños y mejicanos, que forman una de las mejores colecciones de América Latina.