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FAUNA URBANA > POR LUIS ALEMANY

Niños buenos y malos

   

En la homilía que el obispo nivariese Bernardo (los obispos no tienen apellido cuando ejercen) pronunció en Candelaria, en la celebración de la festividad de la Patrona del Archipiélago, se mostró pesimista, con respecto a la juventud tinerfeña actual, al afirmar rotundamente que ésta no sabe distinguir entre el bien y el mal; proponiendo así una peligrosa dicotomía que dos mil años de cristianismo (y muchos miles más previos) no han logrado todavía resolver satisfactoriamente; porque la larga experiencia histórica demuestra que el bien y el mal (a poco que nos enzarcemos en especulaciones filosóficas, que podrían conducidnos a territorios resbaladizos) no son otra cosa que entelequias, diseñadas a imagen y semejanza de la concepción del Universo que posee cada cual; de tal manera que lo que es bueno para unos resulta malo para otros, y viceversa.

Sin salir del territorio de la espiritualidad, al que parece remitirse -en tal discurso- el obispo Bernardo, no deberíamos olvidar que la Historia de la entidad sagrada, en cuya administración terrena colabora éste en Tenerife, remite a una reiterada sucesión de crueles guerras sangrientas para tratar de imponer la verdad cristiana (ellos la han escrito siempre con mayúscula, porque es la Verdad), frente a otras supuestas verdades, descalificadas como tales porque -para ellos- eran mentiras: baste remitirse -a tal respecto- a las Cruzadas, las Guerras europeas de los Treinta y los Cien años, la Reconquista Española o la Noche de San Bartolomé, entre otros muchos episodios de un larguísimo proceso de intransigencia, cuyo colofón carpetovetónico tuvo lugar (hace apenas setenta y dos años) en la Guerra Civil española, donde el criterio sancionador de la Iglesia Católica -¡oficial: no oficioso!-, a tal respecto, proponía que asesinar a personas de derechas era el mal, y asesinar a rojos era el bien.

No pretende uno entrar en disquisiciones epistemológicas, pese a lo cual da la impresión de que el maniqueísmo que ese discurso episcopal propone reside en identificar la ética supuestamente natural con la moral de su manipulación desde una ideología determinada: en este caso la católica; a cuyo través se reivindica la educación religiosa frente a la laica, como supuesta panacea de todos los males, soslayando peligrosamente las inocultables contradicciones entre la teoría y la praxis; acerca de las cuales se podrían enfrentar la apología de la castidad a las violaciones perpetradas por esos mismos apologistas, o la reivindicación de la humildad cristiana a la simonía de los cuantiosos precios de las anulaciones matrimoniales; porque -en última instancia- la educación moral infantil no garantiza necesariamente su salud ética, de tal manera que sería interesante saber cuántos de los niños acosadores escolares habían recibido educación religiosa o laica.