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Por Miguel González Santos* >

Lo divino

   

Esta tarde, cuando regresaba en guagua a Bhamma Napalli, las ideas me daban vueltas en la mente. Venía de la ciudad de Bangalore, en la que había pasado la semana. Acudí allí a la celebración del 35 aniversario del Hospital General Sri Sathya Sai Baba. Una institución modélica volcada casi cuatro décadas en la atención sanitaria gratuita, desde la fecha de su fundación por el maestro espiritual del que lleva su nombre. Si no fuera por la familiaridad con la que vivo estas situaciones, diría que no estoy en la Tierra. Pero sí, estoy en La India. De no ser así, esto sería una crónica extraterrestre. Las cosas que aquí suceden podrían ser de otra galaxia. Por eso es preceptivo vivir lo que te pase desde una óptica alienígena. Como ejemplo, hoy es el día de Ganesha; el dios más adorado; el de cabeza de elefante. El protector del hogar, de los comerciantes y estudiantes. Una deidad hindú como llegada del espacio. O más concretamente, de los confines de la fauna de humanoides de La Guerra de las Galaxias. Y a semejanza de algunos personajes del filme de George Lucas, Ganesha, con su paquidérmica fuerza, es el removedor de los obstáculos, especialmente en estos momentos del Kali Yuga -Era de la Confusión- en la que reina el lado obscuro, como sucedía también en la premonitoria e idolatrada saga fílmica. A ese dios de vientre rechoncho y aire bonachón, se alzan hoy todas las plegarias. A él rezan especialmente hoy. A ese ser, producto del injerto reparador hecho por su padre, el dios Shiva, tras decapitarlo accidentalmente, van todas las ofrendas. Al trasplantado niño divino con cabeza de elefante se le rinde pleitesía en este día, saciando su proverbial glotonería con ofrendas de comida. A la venerada imagen se le pasea toda la jornada. Se le festeja en procesiones por calles engalanadas entre músicas y rezos. Y se le entroniza con estatuas gigantes en altares y plazas entre flores y banderas multicolores e inciensos. Todo ello para pedirle favores y agradecerle los dones. Nada de esto resulta extraño en un pueblo de milenario sincretismo que hoy celebra también el fin del Ramadán. Bharat, el subcontinente indio en el que caben todas las religiones y credos que dan forma a la mayor reserva espiritual del planeta. Un país donde la fraternidad todavía se expresa por la calle en campesinos y comerciantes que pasean cogidos de la mano, que se ríen y se abrazan con la inocencia de los niños. Con la mirada sincera y limpia de los que cuentan todavía con Dios para encomendarle sus tareas. Como los prestigiosos y veteranos médicos del hospital que al principio contaba. Este científico personal en absoluto se ruboriza de divulgar los milagros que, ayer mismo, les abrumaban en quirófano. Por todo esto, cuando venía en guagua le daba vueltas al coco pensando si será verdad que ya no reímos porque hemos desplazado a lo divino de nuestras vidas.