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DESPUÉS DEL PARÉNTESIS > POR DOMINGO-LUIS HERNÁNDEZ

Los novios > Domingo-Luis Hernández

   

No sorprendía que las cosas sucedieran así, como sucedían, porque era común que allí sucedieran las cosas así, como sucedían. Fulanito de tal era vecino de fulanita de tal. Ese capricho del destino los puso en medio del camino que ambos transitaban. Y ocurre que como los niños se convierten en hombres con el tiempo y las niñas en mujeres, él (que andaba con avisos de la llamada heterosexualidad y sentía la necesidad de un apremio duradero, que de ese modo se preparan las familias) se enamoró de ella y a ella no le importó decir que sí cuando el vecino le pidió lo que hubo de pedirle. Desde ese momento su historia de pareja comenzó.

Ocurre que en el lugar en el que viví y crecí las cosas funcionaban de manera sencilla y adecuada. Todos sabíamos lo que le ocurría a todos, cuando vivían de manera sencilla y adecuada o cuando se rompía, queriéndolo o no queriéndolo, algún plato. Pareja los vecinos, pues, y ser pareja allí servía para asumir y repetir con propiedad el coste de lo práctico. De modo que había dos momentos en los que uno y otro habrían de demostrarse públicamente el cariño. Era un asunto ineludible, aparte de otras pequeñeces que no venían a cuento. Un regalo se manifestaba por el cumpleaños; el otro por Reyes. Y así procedían. Como el mundo tenía allí esa medida, era menester aprovechar la mejor ocasión para el primer presente duradero: una alianza como es debido, de él para ella, de ella para él. Después lo útil, cosa a la que fulanito de tal se sentía especialmente obligado, porque él sería el hombre de la casa y si así no procedía vaya usted a saber, en qué bocas caería. Es decir, por lo que el gran coro del barrio gritaba a su alrededor, habría de convenir en que tal función se percibiera y se prodigara; incluso fulanito de tal debía de probarse con contundencia porque allí todo se sabía y no era cuestión de quedar mal antes de lo debido.

El regalo, entonces, habría de ser grande y bueno, que para eso se ahorraba a lo largo del año y había con qué.
Primero la cocina, después la nevera, más tarde la lavadora… y así hasta que la casa estuviera equipada, él ayudara a rematar los estucos, pusiera el último ladrillo a la cerca y se pudieran casar. Hasta tanto, y como al fin y a la postre los regalos eran regalos, los objetos permanecían en la casa de la novia.

Ocurre que el vecino que fue novio de la vecina tuvo algunas y considerables desavenencias con la amada, esa que habría de convertirse en su mujer. Y de todas ellas tuvo entera noticia el barrio, no porque el cotilleo fuera más ruidoso de lo debido (que ya se sabe) sino porque las desavenencias dichas cruzaban con esfuerzo la calle.

Así ocurría. A primera hora de la mañana de un domingo infausto para los amores, dado que el joven tenía tiempo para ello porque no trabajaba los días festivos y tampoco saldría con la novia esa jornada por lo que ya se sabía, fulanito de tal, el novio, arrastraba hasta su casa primero la cocina, después el horno, más tarde el frigorífico al que seguía por lo general, y si los corazones no se ablandaban antes de lo estrictamente esperado, la lavadora.

“Lo práctico es práctico”, le dijimos alguna vez a fulanito de tal ante el cuarto o quinto vaso de vino, porque antes era imposible, “pero un regalo es un regalo -continuábamos-, y ya oíste a los cubanos gritar, por la historia esa de los misiles que apuntaban pallá, Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”. Incluso le preguntamos: “¿No te da vergüenza, hombre?”

Él nunca se disculpó y siempre fue claro al respecto. “El mundo es así”, nos dijo, “y cuando el mundo es así no le busques cinco pies al gato, amiguito, porque o el gato es un fenómeno o te jodes. Así es que tienes dos opciones: hacerte comunista y le das un disgusto de mil pares de demonios a tu pobre madre o resignarte a no cambiar nada. Yo elegí”, remataba; “¿tú qué?”

Mucho tiempo después, es decir, hace unos cuantos días nos encontramos. Impertinentemente recordé lo que era común recordar entre los antiguos vecinos. Le dije que si aún sacaba la nevera de su casa a la calle cuando se enfadaba con su mujer. Me corrigió; me confirmó que la casa de ahora era suya y de la chica de toda su vida, a la que quería más que nada en este mundo. Me disculpé; sinceramente me disculpé por mi vulgaridad.

Fulanito de tal y fulanita de tal, antaño vecinos, se casaron, tuvieron varios hijos, hoy ya independientes, y me pareció que eran felices. Con la confianza recobrada, no obstante, le comenté que nunca pude interpretar bien lo que ocurría en la época en la que él y su mujer fueron novios, que tampoco entendí entonces muy bien los enfados que inducían a aquellos paseos alucinantes con neveras y lavadoras a rastras por la calle, que si una historia de ese tipo se viviera hoy serían invitados, sin lugar a dudas, al programa tal de Tele 5.

Me volvió a corregir, con firmeza me volvió a corregir. “No te equivoques, DL”, me dijo; “una cosa es lo que se hace por dinero y otra muy distinta es lo que se hace por amor”.

Sonreí, no pude no sonreír.

Sonreí porque la reprimenda de mi antiguo amigo me puso en la perspectiva de interpretar este pavoroso mundo de hoy. Así se lo dije y él convino en que no andaba muy descaminado, no señor: en un lado, las cosas que se quieren y de las que se guarda primorosamente su valor; en el otro, las que impúdica y descarnadamente saldan por dinero la intimidad, hacen públicos los registros más privados por el “vil metal”, dijo, o las que denuncian a la dignidad por la ambición.
Me despedí de él con entusiasmo. No tuve amparo en decirle que sí cuando me comentó que acaso no estaría por demás volvernos a ver, esta vez en compañía del grueso de la pandilla de entonces. “Verás”, me dijo; “hay otros que, del modo en que pretenden disimular la barrigona que cargan, creen poder ocultar algunos de los secretos que nada más mirarlos sabes…”