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DESPUES DEL PARÉNTESIS > POR Domingo-Luis Hernández

Steve Jobs > Domingo-Luis Hernández

   

Cuando la mañana del 6 de octubre encendimos el ordenador y vimos en la pantalla de inicio del iMac sólo un espléndido retrato en blanco y negro de un hombre, con una sonrisa sutil, la barba recortada, la camisa negra de cuello, los dedos índice y pulgar que tocan la barba, la mirada brillante tras las gafas ovaladas y una fecha (1955-2011) supimos que había ocurrido lo que todos temíamos que ocurriera, dada la enfermedad que padecía: Steve Jobs había muerto. La cuestión es que no sólo había muerto un visionario y un genio, había muerto el sostén de una compañía muy especial que él fundó y algunos temen que el esplendor de los últimos años de Apple se resienta con su desaparición. Esa no es la cuestión, de todas formas; la cuestión es que esa mañana la compañía que ese hombre llevó al más alto de los registros económicos del presente comunicaba a sus adeptos que Steve Jobs había muerto y hacía una sentida llamada a sus admiradores para que se conmovieran con ellos por la pérdida del mentor. Es decir, a Apple y a nosotros, unos cuantos millones de seres humanos en todo el mundo, la muerte de Steve Jobs nos hacía sentir raramente huérfanos. Había muerto el padre de iniciativas increíbles como el iMac o el MacBook Air; había muerto el hermano inteligente que puso en nuestras manos un aparato tan sutil como el iPod, el hermano que nos hizo comprender por qué no es baladí el diseño, que nos aleccionó sobre el valor de lo simple, sobre el hecho de que lo sofisticado puede ser útil, que podíamos admirar y sentirnos admirados al mostrar una manzana con una mordida en su derecha, una manzana que se ilumina en el reverso de nuestros ordenadores; también nos convenció de que el blanco es tan inefable como el negro o el gris.

Se han dicho en estos días muchas cosas sobre Steve Jobs, casi todas ciertas. Y de esas cosas han de subrayarse los asuntos cimeros para entender. En primer lugar aquello que dijo un analista norteamericano y es que algunos hombres son recordados por descubrir al resto de los hombres lo primordial de una cosa y Steve Jobs lo será por cuatro: el Mac, el iPod, el iPhone y el iPad. Cierto, aunque, como se verá, se queda corto. Y más: eso no da la razón verdadera de lo que fue Steve Jobs; la razón verdadera sale del sentido que cada una de esas piezas cobran en el mercado, en el mundo y en nuestras particulares vidas. Todos esos registros asumen un develamiento: la distinción, asunto al que Steve Jobs se prendó en su vida desde muy pronto. Y la distinción soporta otros valores incuestionables y a la par apreciados: la perfección y la calidad de los productos. Usar un Mac implica introducirte en una esfera que ningún otro tipo de ordenador te da, desde el sistema operativo a la fiabilidad pasando por componentes más exclusivos, como la velocidad, la nitidez o la capacidad de memoria. Steve Jobs nos lo mostró: entre su dedo índice y el pulgar el pequeñísimo chip de Intel que se sitúa en el corazón de su invento. Y eso repite el iPhone, y con ello se puede disfrutar de lo exclusivo. Y en eso nunca Steve Jobs nos falló. Tener un objeto de Apple ante tu vista o entre tus manos es hacer honor al signo de diferencia dicho. Y tal cosa nos la proporcionó ese hombre, y por eso Apple salvó su situación en los mercados en su momento difícil vendiendo en un año más de veinte millones de iPod. La figura de Steve Jobs, en sus famosas presentaciones, nos convenció. Y eso tampoco ha sido reconocido del todo a Steve Jobs: su increíble capacidad de comunicación.

Pero eso no es todo, dije. El padre, el hermano nos regaló Pixar. Nunca hemos disfrutado tanto como con la maestría ahí resuelta, nunca con unos cortos tan extraordinarios. Se dirá (otra vez) solvente operación comercial (7,5 millones de compra por 5.400 millones de venta a Disney) y eso es otro error. Steve Jobs compró a Lucas Filme algo que Lucas Filme no supo resolver: hacer películas enteramente por ordenador. Jobs no sólo creyó saber cómo solucionar el problema, probó hacerlo y los resultados son brillantes. Por él hemos transitado desde el corto del flexo y la pelota hasta Up pasando por Toy Story y tantas otras. Pero más: con Pixar Steve Jobs salvó de la nadería a los míticos estudios Disney. ¿Cómo? Rodeándose de directores y diseñadores magníficos, rigurosos, ingeniosos y de una capacidad asombrosa.

Hay una última cuestión de la que tampoco se ha hablado mucho en relación a Steve Jobs. Esta: la destreza que este hombre tuvo para animar al complot a los que otros consideran simples clientes. Eso (que yo sepa) no lo ha conseguido ningún empresario de este mundo. Cuando cualquiera de nosotros entró en el mundo Apple, desde aquellos monstruosos pero extraordinarios Power Mac hasta hoy, repetimos una consideración a la que Steve Jobs siempre se agarró: la fidelidad, porque (cual dije antes) la marca te hace distinto a ti, porque distinguida y distinta es la marca. De manera que cada novedad de Apple tiene las vías dispuestas. Su compra es una contribución necesaria a la casa que nos reconoce, que trabaja por nuestra posición exclusiva en el mundo. Complot, dije, que implica colas sorprendentes ante las tiendas de Apple en New York, Londres, París, Amsterdam, Tokio o Madrid para adquirir la novedad antes que cualquier otro ser humano. Luego si Mac, iPod, y iPad y, por supuesto, iPhone.

¿Qué nos queda? La sombra de este hombre singular que Apple nos muestra cada vez que encendemos nuestro ordenador porque desapareció de este mundo. Lo sorprendente es que se ha enraizado con tanta habilidad y una maestría asombrosa en nuestras vidas. La compañía que fundó aviva ese crédito de Steve Jobs. Esa es su herencia, y lo que fundamenta nuestra disposición.