No soy usuaria de los productos de Apple, de los que me han hablado iMaravillas, asà que no he participado de esa orgÃa fúnebre que ha seguido a la muerte del fundador de la compañÃa, Steve Jobs.
No dudo de que entre la total indiferencia hacia el óbito de este señor y los desconsolados llantos de sus más fanáticos seguidores hay un espacio intermedio de justa pena por un hombre que puso en práctica sus ideas y sueños hasta redefinir por completo las tecnologÃas de la comunicación que dibujan nuestra era. Quiero decir, su muerte es una lástima, pero tampoco es que a toda la humanidad se nos haya muerto el tÃo que tenemos en Granada, que ni es tÃo ni es nada.
Steve Jobs fue un hombre inspirador en muchos sentidos. Fue tenaz y perfeccionista; nunca se dio por derrotado, nunca permitió que un revés o un fracaso dejaran de convertirse en una lección y en una oportunidad. Sus productos cambiaron la vida cotidiana de muchas personas, y revolucionó la forma de presentarlos, convirtiéndose en una especie de showman empresarial capaz de excitar los apetitos de sus fans con semanas de antelación.
Su licenciatura por la Universidad de la Vida (qué amargo escuchar eso, otra vez, de otro miembro del Gobierno regional, encima consejero de Educación) le valió para levantar un imperio, aunque no le libró de creer que variando de cierta forma su dieta podÃa combatir él solito un cáncer de páncreas (perdió demasiado tiempo en esa chufa, aunque también es cierto que sobrevivió más que la media al diagnóstico).
De Steve nos quedan sus apasionantes cacharritos y la fe en la innovación que inoculó en millones de personas. Alguna de ellas será el próximo visionario.