X
sobre el volcán>

La mediocridad – Por David Sanz

   

Parece que al impresentable de la guadaña le ha dado por segar nuestro jardín desde que ha comenzado este año. Empieza a darme mal fario haber tenido que escribir dos obituarios de personalidades tan queridas en Santa Cruz de La Palma como Antonio Méndez y Genaro Miguel Hernández Díaz, la Bomba Atómica, en esta anualidad que empieza apenas a desperezarse entre nubarrones. Muy distintos y distantes, pero sujetos, cada uno a su manera, que dotaban de singularidad a la sociedad palmera. Con su marcha, nuestro paisanaje pierde quilates de personalidad.
Porque es esta personalidad genuina la que tienen los seres que conservamos en la memoria colectiva. No nos acordamos de ellos porque hayan hecho algo especial, muy excelso o muy ruin, sino por su propia singularidad. Podemos desgranar anécdotas, historias e incluso construir leyendas sobre ambos. Pero lo que queda es una individualidad irrepetible, porque eran lo que estaba a la vista de todos, sin trampa ni cartón. El individuo frente a la masa, lo espontáneo ante lo contenido, la originalidad por encima de lo uniforme. La verdad frente a la mentira, en definitiva.
Los que nos sentimos seguros en esta taciturna mediocridad de la ruinosa clase media, cuya fantasía se va desmoronando ladrillo a ladrillo, tenemos la tentación incluso de mirar a seres tan extraordinarios como rarezas. Oh, pobre de nosotros, cantarían los coros de las tragedias griegas, mientras desfilamos hacia el Hades recitando a Rafael Alberti al ritmo de Paco Ibáñez para aplacar nuestras conciencias. “A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar (…) que es nadie la muerte si va en tu montura”. Entonaríamos como una cohorte de pitufos, pero vestidos de negro, que parece que ofrece un perfil todavía más neutro. Pero la verdad es que nunca nos atrevimos a montar a caballo, a sentir sus sacudidas, a mancharnos con el polvo de “las tierras de España”, a exponer nuestro rostro “al sol y la luna”.
Pasear El País bajo el sobaco, conservar un ejemplar de Rayuela sobre la mesilla de noche, chapurrear francés, escuchar a Bill Evans o beber Jack Daniel’s con hielo son las mayores imposturas con las que nos atrevemos en esta aurea mediocritas en la que habitamos, convencidos de que estamos tocando el cielo de los elegidos con la yema de los dedos, mientras nos dejamos arrastrar por la supuesta virtud inerte del justo medio. Qué poco vivimos. Sin embargo, ellos sí que vivieron y murieron como sintieron.