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Suzanne Valadon – Por Luis Ortega

   

Ochenta obras maestras del parisino Centro Pompidou constituyen la muestra Retratos, que, patrocinada por la Fundación Mapfre, agota su ciclo próximamente. Resulta prácticamente imposible decantar diferencias, establecer predilecciones o poner reparos a una exposición redonda. Se inicia con la efigie del pianista y compositor Erick Satie que, entre los años 1892 y 1893, realizó la posimpresionista Suzanne Valadon (1865-1938), bellísima modelo de Renoir y Toulouse-Lautrec, la primera mujer que entró en la Sociedad Nacional de Bellas Artes de Francia y la madre del pintor Maurice Utrillo. El círculo estético propuesto por el comisario Jean-Michel Bouhours -que contó con la colaboración de los historiadores del arte Jean Clair, Rafael Argullol e Itzhak Goldberg- se cierra con The Moroccan, fechada en 2001, de John Currin (1962), un hiperrealista que tiene su fuente de inspiración en algunos maestros del Renacimiento, “especialmente en aquellos que muestran una ímplicita carga erótica” y que transita entre ese aura clásica y una vertiente refinada del pop. Entre Valadon y Currin, una nómina apabullante en la que figuran Henri Matisse, Amedeo Modigliani, Robert Delaunay, Maurice de Vlamick, Jean Dubuffet, Gino Severini, Chaïn Soutine, Kees Van Dongen, Francis Bacon y Henri Laurens, entre otros. La representación española está especialmente cuidada, con telas de Pablo Picasso que, por primera vez, se contemplan en nuestro país; Joan Miró, Antonio Saura -dentro de su etapa dedicada a la Corte de los primeros Austrias- y una poderosa escultura de Julio González. La extraordinaria galería, que temporalmente se abrió en la Villa y Corte, es una gozosa excepción al primer motivo tópico del género, el encargo personal por la vanidad del retratado. Esa es la principal garantía de la independencia de estas imágenes que, desde el último tramo del siglo XIX hasta comienzos del XXI, toca los movimientos históricos y las singularidades a caballo de dos centurias de renovación e invenciones. Con ellas se cumple la exigencia aristotélica para el arte, “que no ha de reflejar la apariencia externa, sino su significado interior; pues esto, y no el aspecto y el detalle externos, constituye la auténtica realidad”. Todas y cada una de las ochenta representaciones son expresiones del carácter y la calidad moral de los modelos, por encima de cualquier circunstancia temporal, efímera o accidental.