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Joseph Aloisius – Por Luis Ortega

   

Ayer, hoy y mañana, las imágenes de Benedicto XVI en las salas vaticanas, su viaje en helicóptero hasta la residencia veraniega de Castel Gandolfo -donde será huésped ocasional a la espera de la elección de su sucesor- y algún gesto agridulce de despedida serán los últimos testimonios de un hombre sorprendente que, contra pronóstico, se gano el respeto de sus fieles y opositores por su gesto, tan necesario, ejemplar y poco frecuente como la dimisión, cuando no se pueden desempeñar de modo eficaz y responsable las obligaciones asumidas.

Confieso el desconcierto que me produjo la noticia de alcance y la extrañeza que le produjo al taxista mi petición de que subiera el sonido para conocer las circunstancias que no entraron en el boletín radiofónico. Desde ese momento, satisfice mi curiosidad por los precedentes y las consecuencias de una determinación irrevocable, formulada con argumentos sólidos y una humildad impensable -en la petición de perdón por sus errores- en el otrora rígido Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con maquillaje nominal, heredera del Tribunal del Santo Oficio. Hasta su viejo amigo, Hans Küng, con el que se entrevistó nada más acceder al papado y al que, pese al “respeto intelectual y al afecto personal”, jamás no le devolvió la facultad de enseñar teología, impuesta por Wojtyla, reconoció el valor de su decisión “como un gran servicio a la Iglesia”.

A unas horas de su discreto adiós -y, con la seguridad de que un incontenible torrente de letras y palabras seguirán a la salida del CCLV sucesor de San Pedro- me detengo en las aficiones y curiosidades de un hombre que, para ejemplo de religiosos y laicos, renunció al poder por convicción propia, sin que nadie se lo pidiera. Recordaremos a Joseph Aloisius por su prosa brillante, por su empeño en clarificar el papel del Jesús histórico, por algún detalle menor -la presencia de la mula y el buey en el portal de Belén- que, a la postre, se mostró como un efectivo recurso promocional, y por su afición a la música -con Mozart y Beethoven como autores favoritos. Salvo por su debilidad estética por las prendas históricas del Sumo Pontífice- rescató el saturno, sombrero de ala ancha y el camauro, gorro de terciopelo forrado de armiño, entre otras piezas -fue una persona austera en su alimentación, con un pecado venial del que le libran, cuando pueden, sus ayudantes: es un impenitente goloso y, además, un anciano al que no le permiten cumplir su deseo de pasar sus últimos años en su Baviera natal. Cumplirá este mandato con la disciplina que caracteriza su vida.