Somos esclavos de nuestras palabras. En la polÃtica más que en ninguna otra actividad. Hace unos meses, cuando diferentes instancias y medios de comunicación clamaban por una intervención militar de los EE.UU. para frenar la carnicerÃa en la que ha devenido la guerra civil siria y abundaban las acusaciones contra los excesos de las tropas de Bashar Al Asad, el presidente Barack Obama dijo que la lÃnea roja serÃa el empleo de armas quÃmicas. Al trazar una raya, asumió y comprometió una hoja de ruta, que es la que en estos momentos -ante los potentes indicios del empleo de armas quÃmicas contra población civil- lo tiene emplazado a cumplir. Pero se le ve renuente; como arrastrado por los acontecimientos. Vista la amarga experiencia de Afganistán y el fracaso sin paliativos en Irak, se resiste a emprender una nueva aventura militar. Tiene a la opinión pública en contra y no ignora que las guerras se sabe cuando empiezan pero no cuando terminan. Dice que ya ha tomado la decisión de atacar y ha conseguido un borrador del Congreso de los EE.UU. que le autoriza a intervenir en Siria, pero le han puesto plazo (dos meses) y restricciones: en ningún caso habrá desembarco de tropas. Obama, que en el plano internacional sólo cuenta con el apoyo de Francia, quiere aprovechar su encuentro con Putin este fin de semana en San Petersburgo para intentar allegar algún tipo de acuerdo sobre Siria. Putin, principal aliado de Al Asad, ya dicho lo que será lo máximo que le escucharemos decir sobre este asunto: que cualquier actuación en Siria debe pasar por el Consejo de Seguridad de la ONU, y que, si EE.UU. presenta pruebas irrefutables de que ha utilizado armas quÃmicas, reconsiderarÃa su posición actual sobre el asunto. Pide, en suma, pruebas inequÃvocas de que los proyectiles cebados con gas sarÃn partieron de tropas de Al Asad.