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la punta del viento >

El energúmeno – Por Agustín M. González

   

El semáforo cambió a rojo y tuve, obviamente, que detener el coche. Pasó el tranvía al lado, campanilleando. Un grupo de viandantes aprovechó para cruzar al mismo tiempo el paso de peatones. Verde de nuevo. Embrague y primera. Acelero. El coche se mueve… De repente, un bulto humano se interpone en mi trayecto; freno a fondo y clavo el coche. El de atrás casi me choca. Un peatón rezagado, al que no atropellé de milagro, atraviesa la calzada con toda su pachorra e indiferencia, pasando de todo… Le toco la pita: “¡Estás loco o qué…!”. El individuo se giró hacia mí y me respondió con aspavientos. Me increpó, a gritos y con las manos, desafiante, fanfarrón, grosero. Me dijo de todo mientras andaba lentamente hacia la acera, donde un pequeño grupo de personas observaban la escena tan atónitos como yo. La histérica reacción de aquel peatón gamberro me provocó un ataque de indignación. No solo no se había disculpado por su comportamiento irresponsable, sino que encima casi me agrede en medio de la vía, sin motivo y sin sentido. Así de fácil se desencadena un altercado público, cuando se pierden la educación, el civismo y el respeto. Confieso que yo también lo perdí por un instante -aunque en defensa propia-, cuando aquel animal de dos piernas remató su ristra de insultos con una peineta dedicada. El cuerpo me pidió parar el coche, bajarme e ir a por semejante descerebrado para que aprendiera buenos modales… Pero me contuve. Pensé en mis hijos, en el ejemplo que les debo. Recordé a mi madre, cuando de chico me despedía siempre con la frase “no te metas en follones”. Pensé también en el disgusto que le daría a mi suegra… Apreté los puños y los dientes para contener la rabia. Reprimí el instinto asesino. Eso sí, le insulté para mis adentros: “¡Imbécil! ¡Rebenque! ¡Bobomierda!…”. Me desahogué. Me alivié. Entonces, se me escapó una carcajada. Reflexioné un instante. Miré a aquel pobre hombre -que aún me insultaba desde la acera puño en alto- y le dije adiós con mi mejor sonrisa y un beso volado. A través del retrovisor, cuando mi coche ya se alejaba una veintena de metros, le vi por última vez, enrojecido de rabia, haciéndome cortes de manga como un loco. Le dolió mi burla espontánea, le dolió más que el piñazo en la trompa que se merecía. Mejor así.