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Otra ocasión perdida – Por Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca

   

Se ha perdido otra gran ocasión. Las más importantes citas políticas tendrían que dar pie a unos principios elementales que animaran a todos al encuentro y la concertación. Pero desgraciadamente no es así. Será que los tiempos de cabreo generalizado no son propicios para arreglos ni concordias y, por el contrario, favorecen el encontronazo y la confrontación pura y dura. El debate sobre el estado de la nación de esta semana, que ni ha sido debate ni tampoco ha servido para conocer el verdadero estado del país, así lo atestigua.

Un debate como el celebrado en el Congreso de los Diputados debiera ser, por encima de todo, una controversia, una discusión, una disputa, un intercambio de ideas y puntos de vista sobre distintos aspectos de la vida nacional. Se supone que con esas premisas lo normal sería luego la coincidencia sobre al menos algunos puntos de interés general. Pero de eso, nada. Cada orador suelta el discurso que le han elaborado, critica al que tiene enfrente -y, si se pone a tiro, a cualquier otro adversario- y sanseacabó. Nada de reconocer a nadie el menor logro, la más mínima aportación. Ya se sabe: al adversario (aunque en realidad es presentado como enemigo), ni la menor concesión. Ni agua.

A la luz de su ideología y su visión de la realidad, cada portavoz de una fuerza política sube a la tribuna para analizar la coyuntura, opinar sobre los logros (lo mejor es ignorarlos) y/o fracasos (éstos hay que realzarlos a base de bien) del gobierno de turno, exponer los desafíos pasados, presentes y futuros y realizar las propuestas convenientes en orden a su mejor resolución. Pero, ¿cómo se puede llamar debate a un conjunto de exposiciones escritas de antemano en las que cada representante político se limita a leer de corrido, y no siempre bien, sin mayores improvisaciones, aunque el contrario las introduzca? ¿Qué clase de discusión es esa en la que hasta las respuestas están preparadas y si, por la razón que fuera, no se ajustan a la cuestión, da lo mismo porque se obvia lo que no interesa o no da rédito político y electoral? ¿Qué sentido de la responsabilidad tiene el jefe del gobierno cuando contesta lo que quiere o, si no le conviene la respuesta, la evita sin más y se salta por las buenas aquella cuestión que puede incomodarle o dejarle en evidencia, como en su contestación al diputado Pedro Quevedo, que le citó unos cuantos incumplimientos del gobierno del PP con Canarias?

El sistema parlamentario rectamente entendido es otra cosa. Basta echar un vistazo a la historia de España para comprender su verdadero sentido y cómo el protagonismo, en el que por descontado influye la formación de cada político, reposa sobre la oratoria, la elocuencia, la retórica o la dialéctica. Aquí, el discurso improvisado y profundo brilla por su ausencia. No se trata de fabricar castelares para dar altura a los debates, pero tampoco debemos conformarnos con la vulgaridad y mediocridad imperantes. ¡Si hasta José Carlos Mauricio parecía un genio al lado de tanto mendrugo! No digo con esto que Rajoy o Rubalcaba sean malos parlamentarios, pero preferiría verlos improvisar sin chuletas ni papeles preparados por sus equipos de colaboradores.

Con estas carencias básicas, las doce largas horas del mal llamado debate sobre el estado de la nación apenas dejan huella en la vida nacional. Además de los rifirrafes habituales, las desconsideraciones acostumbradas, la recíprocas faltas de respeto por parte de algunos intervinientes de la izquierda extrema hacia el jefe del gobierno y el ninguneo de éste -a veces con aditamentos dialécticos innecesariamente agresivos- a los grupos minoritarios, el balance de las sesiones de tres días no puede dar lugar al optimismo. Nadie parece interesado en alcanzar el menor acuerdo. Apenas unas resoluciones contra los intentos secesionistas catalanes -votadas en varios casos separadamente por PP, PSOE y UPyD, aunque reunieron el 86% de los votos de la cámara- y la corrupción rampante o en favor de determinadas reformas, incluida la constitucional, y, por poner la nota canaria, de la creación de empleo como factor determinante para la recepción de distintas ayudas del REF, no pueden justificar un acto tedioso que debiera ser, junto con el debate y aprobación de los presupuestos estatales, el más importante del año parlamentario. Ni siquiera la divulgada tarifa plana de cien euros como cotización a la Seguridad Social para los contratos indefinidos, la exención de declarar por el IRPF quienes tengan rentas inferiores a 12.000 euros y las futuras mejoras impositivas para 12 millones de contribuyentes -en las que pocos creen- mejoran la mediocridad de un debate decepcionante.

Cuestiones tan relevantes como la crisis del sistema, que afecta a todas las instituciones, empezando por la Corona; la imprescindible reforma constitucional; los problemas territoriales y financieros de las comunidades autónomas; los intentos separatistas del nacionalismo catalán; la falta de credibilidad de los partidos políticos y sus dirigentes; la crisis de Ucrania y su influencia en la Europa comunitaria y en la paz mundial; el estatus de la base gaditana de Rota tras los acuerdos con los Estados Unidos para el atraque de cinco destructores antimisiles; los problemas derivados de los recientes asaltos a las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla por parte de inmigrantes irregulares desde territorio marroquí; el futuro de la ley del aborto propuesta por el ministro Gallardón; la delicadísima situación de la justicia por su excesiva politización y la falta de medios humanos y materiales; el futuro de Europa y las elecciones del 25 de mayo, se trataron sin la obligada profundidad o, sencillamente, fueron olvidadas o ignoradas.

Entre el optimismo desmedido de Rajoy, al que no obstante avalan los datos más recientes de la economía española, y el catastrofismo radical de Rubalcaba, que cometió el gravísimo error de no creer en el futuro del país, el gran perdedor del debate ha sido a mi juicio el pueblo español en su conjunto. Por simplificar, diría que la calle sigue huérfana y su voz no es escuchada por nadie. Y si alguien habló en su nombre -lo intentaron un desnortado y utópico Cayo Lara, una deslucida Rosa Díez y un Rubalcaba apocalíptico, demasiado visto y con una pesada carga de pasado-, lo hizo tan rematadamente mal que los mensajes se perdieron en el limbo de la irrealidad y el topicazo.

Aun así, el padecimiento de buena parte de la sociedad española; el empobrecimiento imparable de las clases medias y, sobre todo, de los más desfavorecidos; la persistencia del desempleo, que apenas va a variar durante lo que queda de año; el aumento de la marginación y la exclusión, y los peligros de un estallido social son indicadores más que suficientes para que los dirigentes públicos trataran de alcanzar a toda costa un consenso básico con el que afrontar las peores consecuencias de la crisis.

Una vez más, ya digo, los intereses nacionales quedaron aparcados por los representantes de una partitocracia insolidaria y destructiva, aunque la principal responsabilidad es preciso depositarla en manos del partido gobernante. Entre la autocomplacencia inapropiada de unos y las críticas excesivas con imposibles soluciones de otros -como el aumento del gasto público o la renegociación de la deuda- se ha abierto un abismo de incomprensión y enfrentamiento que no presagia nada bueno. Buscar el cuerpo a cuerpo dialéctico por afán exclusivo de desacreditar al adversario o por mero lucimiento personal no contribuye más que a envenenar las relaciones personales, al desprestigio de las instituciones y de la clase política y a elevar la frustración entre los ciudadanos deseosos de acuerdos y coincidencias mínimas en defensa de los intereses generales.

En este contexto poco importa si ganó el debate Rajoy, como atestiguan el CIS y la mayoría de las encuestas. Cada orador fue a lo suyo en vez de ir a lo común, a lo de todos, cuando es perfectamente compatible la crítica legítima a la labor del ejecutivo de Rajoy con la aportación de iniciativas y propuestas razonables que contribuyan a la gobernación del país, más aún en momentos de tanta dificultad.