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Rodríguez Quintero – Por Luis Ortega

   

El patrimonio isleño se sumó, por voluntad de su familia, el fondo documental de Manuel Rodríguez Quintero (1897-1971) que, en este mes, fue protagonista de un homenaje en la Casa de Salazar de Santa Cruz de La Palma. La selección de cien fotografías permiten seguir la evolución de la geografía y la población desde los años de la República, cuando realizó instantáneas para la colonia isleña de Cuba, hasta 1971, año de su muerte a causa de un ataque cardíaco. Nuria Álvarez, biznieta del artista (tendremos que acostumbrarnos al término, porque no se trata de una mera técnica) es la comisaria de la muestra y la autora de un solvente prefacio. Apunta que, “desde la infancia, transcurrida en la capital, compaginó su educación con el oficio fotográfico paterno y, con apenas, quince años, se enroló en un barco con destino a Cuba, donde permaneció una década”. De vuelta a la Isla en 1923, se independizó y, con el carnet de ambulante, radicó en Los Llanos de Aridane, ciudad a la que siguió, con la constancia y responsabilidad de un notario, en todas las incidencias registradas en medio siglo de intensa dedicación. Por las mismas fechas y en El Apurón, su hermano Otilio, mantenía abierto un estudio, paso obligado de novios y comulgandos y, en general, de la sociedad local que ponderaba sus correctas composiciones. Con varios cambios de residencia y su matrimonio con Juana Castro Ramos, “también portuguesa” como le recordaban con sorna algunos amigos, Rodríguez Quintero, que heredó el apodo familiar de Cernícalo, fue autor de magníficas panorámicas del Valle de Aridane que, entonces y ahora, era el foco principal de la economía, e incluso, compatibilizó su oficio y vocación con un empleo de vigilante en el pequeño Puerto de Tazacorte y con una tienda de variadas ofertas con los que que colaboró al sostén de su numerosa familia. El inolvidable y culto Pedro Hernández, cronista de Los Llanos de Aridane, ilustró con prosa pulida los cuidados encuadres de un personaje realmente singular, me narró anécdotas, expresivas de su humor y genio vivo y la mayor razón de su fama: en dos ocasiones, retrató la verdad fugitiva de San Borondón, la isla que guarda cuanto puede necesitar un hombre o un pueblo. Con suerte y constancia, y muchas visitas a rastros y almonedas, me hice con los números de ABC que reprodujeron la sugestiva sombra que puso el sueño en el horizonte el 10 de agosto de 1958, cuando es habitual el manto de la Virgen, y el 5 de marzo de 1966 en los días mentirosos que pregonan la primavera.