Lo escribà en estas mismas páginas al inicio de la Cuaresma: ya está aquà el frÃo. Es una buena noticia, dije entonces, porque sólo cuando hace frÃo los hombres nos hacemos preguntas. El porqué de las cosas nos importa poco cuando nos tostamos al calor de nuestra autocomplacencia.
Por eso la Iglesia inventó el frÃo de 40 dÃas, un desierto helado con vocación de resultar provechoso para quien se adentre en los recodos de sus dunas.
Ahora la fresca llega a su fin y el atardecer es ya de un gris de colores. Este domingo de los ramos y los gritos está pensado para despertarnos del letargo. Aquà están ya los dÃas grandes de la Semana Grande. Ésta sà que será la más grande.
O quizá no. Seamos realistas. Será grande, definitiva será sólo para quienes hayan descubierto en el olvidado lenguaje del frÃo la presencia de Dios que nos sale al encuentro. En realidad, no importa cuánto hayamos experimentado su cercanÃa: poco y mucho no significan nada cuando hablamos de la fe. Lo importante es haber quebrado de alguna manera el tempano que nos separa de nuestro verdadero yo, de nuestro auténtico centro.
Si asà ha sido, es Semana Santa. Si no he catado a Dios, pues lo de siempre… y para qué aburrir al lector con criticar lo de siempre.
Pensemos mejor en quienes se han puesto o se quieren poner a tiro, que aún hay tiempo. En estos pocos dÃas de intensidad sin igual, la Iglesia se acoraza detrás de unos signos repetidos y no por ello gastados. La misma mesa estará puesta, las mismas palabras suavizarán el dolor de vivir, los mismos pies desgastados recibirán el beso reparador. Parecerá lo mismo, pero Dios lo hará nuevo para quien haya sentido el frÃo de necesitar calor y no tenerlo. Y no querer inventarlo.
Y llegará luego la tarde rasgada, cuando el tiempo se detuvo apenas unos instantes para hincar la rodilla ante el patÃbulo del dueño de todos los tiempos. Me gusta esa tarde de viernes sin Dios. Y procuro no endulzarla con procesiones o representaciones. Prefiero no saber dónde ir ni qué hacer. Prefiero vagar a la caza de algún estÃmulo. Aparentemente perdido y sin planes, como estuvo el mundo aquella tarde rasgada.
Pero no soy hijo de la noche ni los finales incógnitos. Por eso añoro la noche de hogueras y tumbas vacÃas: la noche del Dios de la mañana. La noche santa del sábado desvela la sabidurÃa olvidada del frÃo: es bueno tiritar para experimentar esa madrugada el calor de una vida con sentido, el triunfo del camino sobre los atajos, la derrota de los dragones que viven en valles de lágrimas.
Y será Pascua entonces. Y será el momento de guardar silencio para no estropear con palabras lo que Dios nos ha contado en la Semana Grande. Empieza una semana para no olvidar porque nos devuelve a lo que somos, a lo que nunca debimos dar la espalda. Porque nos recoloca como nacidos del provechoso frÃo y del añorado silencio pero, sobre todo, como hijos de Dios enamorado, el verdadero inventor de todas las santas semanas, que no son otra cosa que una excusa para salir a nuestro encuentro.