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Miguel Mario Hernández – Por Luis Ortega

   

Por comodidad y mandatos de clase cada crónica de lugar, tiempo y gente acumula -con adendas y matices, giros de timón y vueltas de tuerca- crónicas puntuales de hechos invariables e impunes que sólo permiten posiciones ideológicas y asunción o rechazo moral. La estrella de la lluvia (Idea, 2014) es un lúcido ejemplo porque, frente a sucesos conocidos, relata una versión paralela que resulta más bella y verosímil que la relación repetida ad libitum. Médico y, por suerte, isleño con bagaje humanístico, Miguel Mario Hernández Díaz entró con buen pie en La Palma del siglo XVI y abordó, con prosa rica y firme y, aún más, con valor sin prejuicios, la formación de un enclave desarrollado con las rutas trasatlánticas y las familias de origen múltiple de su gentilicio. No hay negaciones históricas sino, al contrario, coberturas de vacíos de los cronicones de época, hechos a la mayor gloria de los interesados mecenas. Así pues, describe los escenarios vitales y logra que sus personajes resulten más humanos y creíbles que los nombres rígidos de la historiografía. Los extranjeros asentados, los criollos y los recién llegados a un lejano espacio de libertad

-judíos y hugonotes, entre ellos- proceden de su fabulación pero están vivos en su grandeza o humildad, en sus virtudes y vicios, en su legítima aspiración de ganarse sitio y derecho en la tierra nueva. La sorpresa de una novela histórica, documentada con rigor y contada con mesura y mimo, nos reconcilia con el género, tras tantos escritos de parte con mayores expectativas de entrada que recorrido. Además de su amena y aseada hechura, el texto aporta una clave olvidada por historiadores de fuste o pacotilla; una cuestión nada menor, porque el sectarismo racial y la codicia de los Reyes Católicos fueron suavizados por su nieto Carlos V que, considerada la distancia de Europa y para atender sus compromisos económicos, dio concesiones de tierras y aguas a banqueros y mercaderes alemanes y flamencos en el primer cuarto del siglo; y, en la segunda mitad, su radical heredero, Felipe II, respetó la excepción y situó en Santa Cruz de La Palma el primer Juzgado de Indias, descentralizado de la sevillana Casa de Contratación. Eso no evitó la mezquindad de los delatores voluntarios de la Inquisición ni la saña que, como el padre Torquemada, desplegaron los dominicos radicados en la isla. En la columna no caben más consideraciones, sólo recomendar por calidad e interés su lectura y animar al autor a la continuidad de una saga que emerge con nitidez dentro de un ambicioso retrato coral.