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A ocho manos – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

La vida se parece mucho a aquel atardecer sinuoso, pleno de sentimientos y enseñanzas, que aconteció a los que regresaban a su casa en Emaús. Como ellos, el mundo viene de vuelta de mil esperanzas vencidas, de millones de falsos profetas que han defraudado las ilusiones de quienes parece que llevamos escrito en los genes el anhelo de tiempos mejores. Cuando tú vas, yo vengo de allí, parece contestar el mundo a cada nuevo salvador que se encarama al Olimpo mediático para prometernos un futuro eterno que dure por lo menos unas cuantas horas.

Es comprensible tal desencanto. Las ideologías, todas sin excepción, se han mostrado como lo que son: edificios teóricos más o menos bien elaborados que no han soportado la prueba de fuego de cimentar un mundo más habitable para todos. Y qué decir de quienes las han predicado en los púlpitos laicos: estrellas fugaces, más imperfectas cuanto más se las mira con lupa, a pesar de sus pretensiones de competir con el sol.

No es todo tan cruel, aunque todos tenemos derecho a vomitar un exceso de melancolía al menos una vez. Hay gente verdaderamente grande que insiste en no querer aparecer como tal porque opina que grande sólo hay uno, el que les encontró en la calle. A pesar de todo, ellos son los que escriben la Historia con letras minúsculas, las que todos entendemos. Las minúsculas son las realmente excelentes, porque lo hacen todo y no piden honores a cambio.
La Humanidad se ha citado con algunos de estos grandes recientemente. Y les hemos visto escribir la Historia a ocho manos con una sencillez apasionada y rotunda. Hablo de los cuatro papas que, en una jornada histórica, acapararon la atención del mundo entero durante la ceremonia de canonización de dos de ellos.

Juan, Juan Pablo, Benedicto y Francisco. Ocho manos que Dios ha usado para hacer del mundo un lugar mejor. Santos les llamamos a los dos primeros, no porque no haya mancha en ellos, sino porque se negaron a pactar con su propia mediocridad y tuvieron claro siempre que el horizonte era Dios, el único puerto en el que descansar. Los otros dos, los que aún alientan la vida de los cristianos, van por el mismo camino. Opino.

Por una vez, la Iglesia ha sido valiente y no ha tenido reparos en subir a los altares a personas de las que guardamos memoria cercana. No le tenemos miedo a las pequeñas insensateces de cada día, a las que no han sido ajenos los ahora santos, porque ellas nos hablan de un Dios que se ha fiado de los hombres a pesar de conocer cómo tiembla nuestra carne. Ahí afuera hace frío y Dios lo entiende.

Como los de Emaús, la Humanidad necesita hombres y mujeres de carne y hueso empeñados en cambiar las cosas, en mejorarlas, en recuperar lo perdido, en avivar el fuego, en levantar al caído. Gente que no se pierda en las ideas estériles, sino que construya en su interior un santuario para la verdad. Gente que busque la paz y corra tras ella.

Como los cuatro papas. Estos que han escrito la Historia a ocho manos.
@karmelojph