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Platero, pequeño, peludo, suave – Por Luis Ortega

   

No veo mejor título, ni otra posibilidad de señalar la columna y adjetivar a este personaje que, fuera de su naturaleza, compitió, y aún compite, en popularidad y ediciones con los mitos de la Biblia y el Caballero de la Triste Figura. Este milagro literario -la sencillez lo será siempre- surgió por puro azar; según parece, por una disputa entre Juan Ramón Jiménez (1881-1956) y su amada Zenobia Camprubí (1887-1956) a causa de una traducción del bengalí Rabindranath Tagore que no pudieron entregar a tiempo a la imprenta; y, especialmente, por el entusiasta empeño del intelectual Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, su primer lector y su crítico más entusiasta, porque aquella relación entrañable del hombre y el asno se correspondía con “los ideales del disfrute de la naturaleza, la sencillez de la vida campesina, y unos valores eternos y amplios” por encima de las culturas y las geografías. Carmen Hernández-Pinzón, sobrina nieta del Premio Nobel español revela que éste nunca había pensado en publicar como obra exenta la pequeña maravilla.

“Quería incluir unos pasajes y reflexiones entre el asnucho y yo en mis obras completas, pero la presión del editor Acebal, director de La Lectura que, entonces, pretendía abrir una línea de textos infantiles precipitó su salida”. Todavía, pese a los paréntesis de incultura y bastardos negocios de letras inducidas, Platero y yo vive en el recuerdo de millones de hispanohablantes -en Latinoamérica fue texto obligado en los colegios- y de niños del mundo. Y son, nadie lo olvide, las sencillas andanzas de un asno y de un poeta, entre los más grandes del siglo XX, al que el animal, “pequeño, peludo y suave” dio fama imperecedera. Regresé de Huelva y, tras una pausa luminosa en Sevilla -a secas, como la calificó Machado- recorrí la fascinante Andalucía con un cartapacio lleno de programas, proyectos y buenas intenciones previstos para el centenario de aquel asno, tierno y de algodón, que todos quisimos tener en la infancia. Desde el Ave el paisaje pasa como un sueño acelerado pero no impide la visión de los pueblos blancos, de los oteros sobre los llanos verdes y de las manchas polícromas, donde aquel peluche con alma “con los espejos de azabache de sus ojos, que son duros como dos escarabajos de cristal negro, suelto -como siempre- en el prado acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas las florecillas rosas, celestes y gualdas. Lo llamo dulcemente: ¡Platero! y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…” leo en un librillo que, este año, regalan a todos los visitantes de Moguer.