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La sucesión del rey – Por Juan Julio Fernández

   

Nací un año antes del comienzo de la lucha fratricida que se dio en llamar “guerra civil”, cuando todas la guerras son inciviles y suponen un retorno al salvajismo incompatible con la civilización; crecí y me formé en la escuela pública y completé la segunda enseñanza en un instituto nacional en la que, más tarde, supe que era una dictadura de quienes predicaban que había llegado la paz y nos impusieron una victoria; y completé mi formación en una escuela superior en una época en que la dictadura era. de facto, dictablanda y en la que la ausencia de políticos se compensaba con la presencia de pensadores que nos permitieron a muchos de mi generación atisbar una sociedad civil que haciendo uso de sus capacidades nos permitiera vivir en libertad y gobernarnos democráticamente.

Fue una década, la de los años cincuenta del pasado siglo, en que el pueblo empezaba a poder formarse en la universidad, sin necesidad de ingresar en un seminario o alistarse en el ejército, y en la que la enseñanza que aquélla impartía era superior y los titulados podían acreditar una formación y una capacidad para asumir, plenamente, responsabilidades profesionales y civiles. En mi circunstancia personal, la formación que me proporcionó la Escuela de Arquitectura de Madrid -había solo dos en España, Madrid y Barcelona- la pude completar con la información y la inquietud intelectual que me trasmitieron, en conferencias públicas, pensadores como Ortega y Gasset, Xavier Zubiri, Julián Marías, Gregorio Marañón, María Zambrano, Rof Carballo, Federico Sopeña y tantos otros que elevaban el listón del conocimiento. A ellos debo una gratitud inmensa y a algunos llegué a tratarlos, más tarde, personalmente.

Con sendas becas pude irme, en los veranos en que no tuve que atender al servicio militar obligatorio -facilitado, hay que decirlo, a los que estudiábamos, por la Milicia Universitaria- y pude palpar la diferencia entre regímenes con libertades reconocidas y el español, con severas restricciones que, aún atenuadas en la práctica cotidiana, dieron pie a que, llegado su tiempo, Adolfo Suárez pudiera proclamar que su promesa -”puedo prometer y prometo”- no era otra que elevar a la categoría de oficial lo que ya en la calle era real. Y por eso me sumé, como tantos otros, a una transición política de la que, aun con una modesta contribución, me siento orgulloso y que me permite considerarme incluido en lo que un segundo Pablo Iglesias llama, refiriéndose expresamente a Felipe González, ‘casta política’, casta que hizo posible que él pueda decirlo ahora abiertamente y que, por sus innegables errores, le ha permitido capitalizar un voto del descontento por una crisis económica a la que ha contribuido, en España, la corrupción de quienes nos sucedieron a los que, en aquellos años inciertos y difíciles que siguieron a la muerte de Franco, nos movilizamos, en todos los partidos del arco parlamentario, para dar y no pedir.

No me hice monárquico el 23-F sino mucho antes, por la convicción de que la monarquía en Suecia, Dinamarca y Noruega, los países con mayor igualdad social, era una institución que añadía estabilidad y garantizaba libertad en democracias genuinas. Y por eso mismo hice campaña a favor de la primera Constitución que, por consenso, los partidos con representación parlamentaria proponían a todos los españoles y que, por amplia mayoría, en el referéndum convocado exprofeso, se aprobó. Y con ella, una monarquía parlamentaria como en la jefatura del Estado que, con luces y sombras, nos ha permitido disfrutar del período más largo de convivencia y estabilidad democrática.
Y con la abdicación de Juan Carlos I en favor de quien va a ser Felipe VI, estoy de acuerdo y lo declaro públicamente, sin que nadie me lo pida, por pura convicción, con Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba y con sus decisiones de aprobar una ley orgánica que, desarrollando la actual y vigente Constitución, permita, sin dilaciones, el relevo en la Jefatura del Estado. Y, como demócrata, también manifiesto mi acuerdo con quienes han llegado a la conclusión de que, después de 36 años en vigor, sea éste el momento de su reforma, para lo cual, no lo oculto, deseo y reclamo el mismo espíritu de diálogo que inspiró la que seguimos llamando Transición. La mayoría de los ciudadanos, aparte del alboroto, magnificado por los medios, de la minoría que escenifica desacuerdos, a menudo con agresiones verbales y violencia callejera, reclama “acuerdos y consensos que reduzcan las tensiones y desasosiegos que viven todos los días”. Y la sucesión del rey está avalada por una Ley que, mientras no se cambie, hay que respetar.

*EXDIPUTADO DE UCD