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Una cuestión de grises – Por Indra Kishinchand López

   

Nunca se imaginó lejos de aquel lugar; el día que se fue lloraban hasta los trenes. Ellos, tan robustos, tan acostumbrados a las huidas, a las pérdidas, a los desengaños. Sí, incluso en ellos había lágrimas. Estaban tan habituados a la tristeza fingida que aquella sinceridad con tintes revolucionarios les deshizo sus rígidas tripas.

Montó en uno de esos trenes y dejó atrás carreteras y bancos vacíos, atardeceres solitarios, vida(s). Observó cómo cada uno de los rincones que había visitado conversaba con otros tantos y todos intercambiaban recuerdos que ya no le pertenecían. No podía encontrarle el sentido a un espacio en el que no se hallara; no lo pensaba en un sentido egocéntrico, sino más bien melancólico.
Entonces llegó a una ciudad en la que se respiraba un aire moribundo, corrompido de tantos prejuicios. Allí reinaba la hipocresía y el fanatismo; hasta el mar se había descompuesto tras albergar a infinidad de náufragos en busca de auxilio. Nadie salía a flote en aquellas circunstancias.
Ningún ser humano era capaz de mirarse en el reflejo de un océano negro, desesperanzado, y sentir que aún le quedaba algo por experimentar. Ahora en el cielo había tormenta, y las nubes grises encontraban a sus compañeros en tierra firme, en barcos anclados.