Nunca se imaginó lejos de aquel lugar; el dÃa que se fue lloraban hasta los trenes. Ellos, tan robustos, tan acostumbrados a las huidas, a las pérdidas, a los desengaños. SÃ, incluso en ellos habÃa lágrimas. Estaban tan habituados a la tristeza fingida que aquella sinceridad con tintes revolucionarios les deshizo sus rÃgidas tripas.
Montó en uno de esos trenes y dejó atrás carreteras y bancos vacÃos, atardeceres solitarios, vida(s). Observó cómo cada uno de los rincones que habÃa visitado conversaba con otros tantos y todos intercambiaban recuerdos que ya no le pertenecÃan. No podÃa encontrarle el sentido a un espacio en el que no se hallara; no lo pensaba en un sentido egocéntrico, sino más bien melancólico.
Entonces llegó a una ciudad en la que se respiraba un aire moribundo, corrompido de tantos prejuicios. Allà reinaba la hipocresÃa y el fanatismo; hasta el mar se habÃa descompuesto tras albergar a infinidad de náufragos en busca de auxilio. Nadie salÃa a flote en aquellas circunstancias.
Ningún ser humano era capaz de mirarse en el reflejo de un océano negro, desesperanzado, y sentir que aún le quedaba algo por experimentar. Ahora en el cielo habÃa tormenta, y las nubes grises encontraban a sus compañeros en tierra firme, en barcos anclados.