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Volver de la muerte – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

Nos falta alegría. A todos en general y a los cristianos en particular. Lo cierto es que en mi caso, como en el de la mayoría, no es por escasez de razones sólidas para brindar al sol: mi vocación, mi familia, algunos amigos… La cosa no es tan sencilla como para concluir con voz que huele a sermón gastado que el descontento surge porque dirigimos la mirada a los lugares equivocados, aquellos donde no habitan las verdades duraderas.

Pues no. Porque hasta los rincones más nobles y más elevados de nuestra existencia participan de esa niebla mañanera que, sin ocultar del todo el paisaje, nos envuelve en un quiero y no puedo de colores que no son lo que tendrían que ser, en un “no nos vamos a engañar”.

Pues eso, no nos vamos a engañar. Arrebatos histriónicos aparte, que los hay y muchos, es muy probable que acercarnos al tesoro de la verdadera alegría exija a los creyentes sensatos que caminan hacia la madurez un cambio de mentalidad más que de hábitos, de experiencia más que de horizontes.

Para ello, propongo seguir dirigiendo la mirada hacia donde nos han enseñado nuestros maestros en la fe. Y aprender así de ellos a acoger y amar la ambigüedad de esta vida, que tanto conocía por experiencia. Es algo que hoy se dice con palabras más doctas, pero no más sabias: en Psicología distinguimos entre alegría y felicidad. La primera es un sentimiento dependiente del momento, una reducción en el nivel de tristeza. La felicidad, empero, es una disposición del ánimo, una corriente que atraviesa al individuo de forma estable.

Pues lo mismo al hablar de la fe. La alegría sin mácula es imposible como opción personal. Tal y como es la vida, es preciso acogerla como nuestra en todas sus facetas. También la tristeza, el dolor, la ausencia, la frustración, la muerte… son parte imprescindible del vivir. Así son las cosas, por lo que el bienestar en la fe sólo se consolida tras haber integrado esta verdad en la propia existencia. Tras asimilarla, cesa el temor a no encontrar nunca la paz. Nuestra paz es volver de la muerte, dice hoy el apóstol. Es reconocer a la muerte cuando se le mira a los ojos en cualquiera de las formas que adopta en nuestro día a día. Reconocerla y seguir peregrinando, sin plantar nuestra tienda junto a la suya, pero a sabiendas de que también ella está en el camino.

No es por conformismo. No es resignación la paz que buscamos, sino sabiduría. No haremos frente a dragones que no existen, ni entraremos en la batalla contra las fuerzas del más allá. Nuestro más acá es suficiente: porque nos decepciona a cada paso y en cada desengaño recuperamos las fuerzas necesarias para seguir confiando en el dueño de la vida, el que nos prometió vida sin fin, duradera, sin sed, sin hambre, sin noche ni dolor. Nadie estará triste, nadie tendrá que llorar, se nos ha dicho.

Alcanzar esa paz exige el realismo de renunciar a una alegría imposible y de abrazar la felicidad asume el riesgo de vivir, con todas sus consecuencias, porque sabe que ha vuelto de la muerte. Que un tiempo estuvimos todos consagrados a la muerte. Y entonces, Dios. Y por eso, ahora ya no.