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Lecciones escocesas – Por Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca

   

Un viejo proverbio español dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír. Aplicado a las nuevas circunstancias que vive Europa tras el referéndum escocés de autodeterminación de esta semana, se diría que la asociación de países que nació para superar guerras, procesos disgregadores, confrontaciones seculares y nacionalismos de toda laya -nunca para dividir, separar o romper estados- está obligada a reaccionar si quiere asegurar su propia supervivencia y garantizarse un futuro de cierta estabilidad. Nada va a ser igual a partir de ahora. El gravísimo precedente sentado por el premier británico Cameron al propiciar la consulta ya está alentando las ínfulas separadoras de los grupos independentistas de regiones y/o comunidades de varios países europeos, empezando por Cataluña. Para apoyar el “no” en el plebiscito, el premier británico se vio obligado a prometer mayor autonomía -con algunos componentes descentralizadores de corte federal- a las cuatro naciones que integran Gran Bretaña, empezando por Escocia. Pero no era preciso que autorizase ningún referéndum -aunque éste ha sido legal y pactado, no como en Cataluña- que, como se ha visto, ha dividido al país y colocado a la Europa comunitaria a las puertas de una gravísima crisis de identidad. Y menos aún, otorgar a los nacionalistas escoceses su organización, porque han manipulado a su antojo todo el proceso, hasta el punto de negar el derecho de voto a casi un millón de nacionales mayores de 16 años que viven en el exterior -de ellos, más de 700.000 sólo en Inglaterra- y otorgárselo en cambio a los extranjeros residentes en el país.

La dimisión del ministro principal escocés, Alex Salmond, el populista y arrogante líder del Partido Nacionalista Escocés, ha sido consecuencia natural de la clara derrota independentista en las urnas. Un fracaso que, por muy ejemplar que haya sido el comportamiento general, se ha producido en plena crisis económica europea, cuando la UE vive tiempos de provisionalidad, credibilidad escasa y crecimiento de los grupos antisistema, y que internamente ha fragmentado de hecho al pueblo escocés. Los largos meses de desgaste en debates, divisiones, dudas, ataques y preocupaciones varias no terminan al conocerse el resultado de un “no” bastante más mayoritario de lo esperado, sino que van a perdurar en el tiempo. Ni siquiera la garantía de que no habrá nuevo referendo en los próximos 25 años va a evitar los efectos nocivos para la convivencia -e incluso en la economía y la política- de un movimiento identitario que, se diga lo que se quiera lleva consigo un germen desestabilizador, como se demostró ayer mismo en varios incidentes entre manifestantes favorables y contrarios a la independencia.

Sorprende que con estos antecedentes y con el resultado mismo de la consulta e incluso el resultado de las encuestas confidenciales que maneja la propia Generalitat catalana -que revelan a día de hoy un indudable predominio del ‘no’ en el caso de un hipotético referéndum de autodeterminación-, tanto el Gobierno catalán como ERC mantengan su hoja de ruta y persistan en el desafío al Estado, a pesar de las reiteradas advertencias de que el Principado quedaría, de salir un “sí” en el plebiscito, fuera de la UE, con las gravísimas consecuencias económicas de una decisión de esta naturaleza, no sólo para España y la Unión Europea sino para la misma Cataluña, por no incidir en la fractura social, la anunciada marcha de grandes empresas, la imposibilidad de hacer frente a deudas (más de 55.000 millones de euros) y pensiones millonarias, etc., etc.

Aunque nada tiene que ver Cataluña con Escocia, en ambos casos los nacionalismos coinciden la defensa a ultranza de una identidad, una historia retorcida cuando no maniquea o inventada a conveniencia, viejos clichés etnicistas, una mala gestión del Gobierno de la comunidad y un innegable victimismo con el que poner en el punto de mira al Ejecutivo central , considerado siempre culpable de los males propios, que es la mejor manera de alentar las ensoñaciones soberanistas y sus permanentes reivindicaciones. Estas circunstancias son las que debe considerar la nueva UE que surja, con su nueva dirigencia, a partir del primero de noviembre próximo. Si se alienta o no se pone coto al proyecto nacionalista de favorecer una cierta Europa de los pueblos o las naciones, cuando la de los estados resulta a veces
ingobernable; si no se reacciona conjunta y solidariamente ante fenómenos desestabilizadores y rupturistas que afectan al sentido mismo de la idea europea y su proceso integrador, y si no se establecen mecanismos e instrumentos de actuación claros aceptados por todos para preservar la unidad del conjunto y la intangibilidad de las fronteras, la Unión que hoy conocemos morirá por sus propia ineptitud y por no acabar de una vez por todas con las ambigüedades que alimentan las fantasías del nacionalismo más retrógrado; un nacionalismo que en Cataluña olvida el imperio de la ley, se viste con ropajes democráticos y acude al pretendido derecho de autodeterminación (el eufemístico derecho a decidir) inaplicable en España, nacido en la etapa descolonizadora de los años sesenta y no contemplado en Constitución alguna, ya que ningún país va a autorizar su propia destrucción o mutilación, antes bien todos defienden su soberanía e integridad territorial.

Escocia, se ha recordado estos días, fue un Estado independiente hasta 1707, en que firmó el acta de Unión con Inglaterra que a su vez dio origen al Reino de Gran Bretaña. Tenía pues pleno derecho a poder volver a la situación pretérita. Cataluña nunca fue nación y menos aún jurídicamente independiente, sino una serie de condados del Rey de Aragón, luego Condado de Barcelona con parte de lo que hoy es esa comunidad autónoma, más tarde Reino de Aragón y finalmente Principado en la Corona de Aragón a partir del siglo XIV, ya dentro de la que era España. La guerra de sucesión de 1714 entre partidarios de los Borbones y de los Austrias, que se resolvió a favor de los primeros, con la consiguiente rendición de Barcelona, se ha falseado interesadamente por los nacionalistas y se ha presentado como una guerra entre Cataluña y España, creándose a partir de ahí una serie de mitos y leyendas envueltos en falsedades y medias verdades que, explotadas por el nacionalismo más radical, se han extendido impunemente a lo largo de los últimos años, generando un creciente odio a España que carece de toda justificación.

En este clima de confrontación, alimentado por el Gobierno de la Generalitat y por ERC, vive Cataluña desde hace ya años. Muchos de quienes se sienten catalanes y españoles sufren incomprensiones y persecuciones frecuentes, lo que pone de relieve la intransigencia de algunos, las ineludibles fricciones y divisiones que suscita el debate y lo difícil que resulta mantener una sana convivencia dentro de la pluralidad de opiniones de una sociedad madura y responsable. Sin que lo incluyera en su programa electoral, desde su llegada al poder CiU se ha lanzado a una descarada carrera independentista traicionando sus propias señas de identidad, engañando a buena parte de sus votantes, engordando los votos de ERC y buscando salidas legales imposibles, ya que la Constitución impide la celebración de una consulta de naturaleza independentista y sobre cualquier asunto que desborde las competencias de cada comunidad autónoma, como ocurre, salvadas las distancias, con el tema del petróleo en Canarias, que no puede ser sometido a referéndum consultivo, no vinculante, al tratarse de un asunto sobre el que el Gobierno autonómico no tiene capacidad de decisión ya que es atribución exclusiva del Estado.
Así las cosas, con la Ley de Consultas recién aprobada por el Parlamento catalán, el Gobierno central aguarda, bien pertrechado de argumentos, con el hacha jurídica preparada para cortar y enviar al Tribunal Constitucional no sólo esa norma, que se atribuye competencias que no le son propias, sino la convocatoria misma del anunciado referéndum del 9 de noviembre, cuando ambas sean publicadas. Lo inaudito es que, en este inevitable choque de trenes, la Generalitat, que debería ser la prolongación del Estado en Cataluña, se convierta en su principal enemigo al violar de manera flagrante las normas consagradas en una Constitución elaborada, pactada y votada por los legítimos representantes de Cataluña y por el mismo pueblo del Principado, por amplísima mayoría.