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Lorca Massime – Por Luis Ortega

   

Cuando la coincidencia toca a una multitud estamos ante un milagro. La sentencia me la soltó un periodista en Fátima, cuando Portugal era un destino barato y aconsejado por el catolicismo ibérico. Entonces no contaba la picaresca del marketing, de la cultura de masas y otras zarandajas que nos llevan y traen de aquí para allá como torpes y silentes borregos. Con todo, la recuerdo en ocasiones en las que la sorpresa se impone en un telón de mentes hastiadas y pieles encallecidas, cuando el éxito cierto emana de la verdad y la sencillez; cuando, en resumen, por encima de la necesidad estalla el deseo común de la pasión y la belleza, valores de los que no se puede desahuciar a los seres libres. Por obra y magia de tres hombres -Kazantzakis, Theodorakis y Massime- que encarnan, en sus propios lenguajes, el alma mediterránea, Zorba el griego se fugó para siempre del edén de los exquisitos y predica sus correrías, riesgos y satisfacciones al pueblo elemental, ajeno a las fronteras que la geopolítica, los credos y las culturas imponen en beneficio de los codiciosos y los violentos. Hablé con entusiasmo del sueño napolitano y de su creador que, a los catorce años y por decisión compartida con sus padres Tatiana Orlova y Leónidas Massime, pasó a llamarse Lorca como recuerdo y homenaje al poeta granadino, víctima de una guerra civil que anticipó un ciclo de horror planetario; y cité también a un ballet que, tras un cuarto siglo, se erige en cada reposición o revisión como “el espectáculo del año” allá donde se ofrezca. Y, otra vez, percibo los chirridos de ignorancia y parcialidad que se gasta este país a la hora de conceder sus premios y distinciones. Nadie ha hecho tanto por la música y la danza hispanas como esta familia, que la ha paseado por los principales teatros del planeta desde que, en 1919, el patriarca estrenara la coreografía de El sombrero de tres picos. Lorca Massime (1944) recuerda como lecturas de niñez las tragedias y poemas lorquianos, compartidos con los místicos Teresa de Avila y San Juan de la Cruz (realizó un montaje con Maurice Bejart y la actriz María Casares sobre la obra de este último) y los dramaturgos del Siglo de Oro; mantiene excelente información sobre la política y la cultura y, “fiel a los afectos”, conserva una rendida admiración por Vicente Escudero, “mi mentor y gran maestro, que me ayudó a perfilar el personaje del Molinero; “Antonio Ruiz Soler, una sensibilidad exquisita, y Luisillo, que con Teresa Viera y Carmen Amaya proyectaron el baile español por todo el mundo”.