X
En la frontera>

Ética y política – Por Jaime Rodríguez-Arana*

   

Las diferentes encuestas, sondeos y consultas que encontramos acerca de cuáles son los problemas reales de la sociedad española suelen coincidir, sea cual sea su origen o procedencia, en el profundo deterioro de la política actual y del trabajo de los dirigentes públicos. Incluso en las preocupaciones ciudadanas que registra periódicamente el CIS la corrupción ya sobrepasa al paro. Se trata de una tendencia de hace algunos años que se agudiza, es lógico, en tiempos de crisis y con muchos millones de personas sumidas en indignas condiciones de vida. En otras palabras, la actividad política, tal y como se practica en este tiempo por estos lares, no merece más que reprobación por parte de una mayoría relevante de ciudadanos.

Es verdad que no todos los políticos, ni mucho menos, son acreedores de tal calificación. Sin embargo, el sistema político que tenemos, que podía haber sido razonable al principio de la transición, hoy se ha tornado en una fábrica imparable de corrupción por la sencilla razón de que muchos de quienes se dedican a esta noble actividad, o no disponen de una posición profesional sólida o han cedido a la tentación del mando por el mando, del dominio por el dominio, que no pocas veces adquiere tintes de adicción con las consecuencias que acompañan a estas enfermedades. Además, tampoco se puede olvidar que en buena medida la democracia en la vida de los partidos se ha sustituido por una calculada y hábil dominación por parte de determinadas tecnoestructuras que en muchos casos poco o nada tiene que ver con las ideas que jalonan la forma y el modo de entender e interpretar asuntos de gran relevancia política y social de grandes mayorías sociales. En efecto, a día de hoy las direcciones de los partidos tienen el poder absoluto. Designan los candidatos al poder legislativo, si es el caso al presidente del gobierno, y tienen una influencia decisiva en la selección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y, por ello, a los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. El poder que tienen es de tal calibre, cuantitativa y cualitativamente considerado, que se comprende muy bien que un sistema político que tiene en su base la idea de la limitación del poder, de la racionalidad en la toma de decisiones y de la centralidad del ser humano, termina por convertirse en un espacio de dominación general. Un mundo en el que los dirigentes se reparten, con arreglo tantas veces a criterios subjetivos, los principales cargos en los tres poderes del Estado y en las principales instituciones del país.

Desgraciadamente, el sistema propicia estos comportamientos, en los que se mascan no pocos escenarios de corrupción como los que tenemos que sufrir en este tiempo. Si los dirigentes, en lugar de dedicar tanto tiempo a flotar en el proceloso mundo de la técnica de la dominación se dedicarán a conocer y resolver, en la medida de sus posibilidades, las preocupaciones reales del pueblo, otro gallo cantaría.

Por ello, la necesidad de reformar el sistema político es un clamor unánime que reclama soluciones acordes con las pretensiones de la ciudadanía y de la gravedad de los problemas. Quienes ahora se benefician de la situación presente no parecen muy animados a abrir las listas electorales, a que los ciudadanos tengan mayor participación, a que los militantes sean los verdaderos dueños y señores de los partidos. Mientras no se dé un paso al frente con valentía y determinación, tendremos que seguir contemplando espectáculos tan bochornosos como los de este tiempo en que nos ha tocado vivir.

La política, desde luego, es una de las actividades más nobles y relevantes, puesto que tiene en sus manos la rectoría de la cosa pública. El problema, hoy, está en que esta digna tarea parece secuestrada por no pocas personas que viven de espaldas a la realidad luchando por mantener la posición y al margen de los problemas que afligen a millones de ciudadanos. Por eso, otros están haciendo su agosto gracias a la insensibilidad de quienes pudiendo abrir cambios de calado se parapetan en su posición y prefieren estar en el vértice, aunque no sea por mucho tiempo, a propiciar reformas que devuelvan la dignidad a la política. Pues bien, más pronto que tarde, salvo que se reaccione con inteligencia y desde los grandes acuerdos, esta noble actividad caerá en manos de demagogos y totalitarios que no aspiran más que a reeditar fracasos de otros tiempos y de otras latitudes. La historia se repite.

*Catedrático de derecho administrativo
jra@udc.es