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Fanatismo – Por Fran Domínguez

   

El fanatismo religioso -de cualquier confesión y signo- y su plasmación en violencia resultan difíciles de combatir porque no entran en los presupuestos básicos y mínimos de la razón y sí en una interpretación peregrina y, por supuesto, equivocada de la fe o de lo que se supone que es la fe, al igual que otras desviaciones del sendero del raciocinio como la xenofobia y el racismo. El duro camino emprendido por el laicismo y la consiguiente separación entre religión y estado, en la que precisamente Francia -azotada la semana pasada por un brote de terrorismo islamista- fue su abanderado, no tiene su equivalencia -pese a algunos esfuerzos-, por ejemplo, en el mundo árabe musulmán, donde la práctica totalidad de los países beben en mayor o menor medida en sus respectivas constituciones de la sharia o ley islámica. Lo hemos visto, con otros condicionantes, en el desinflamiento de la primavera de aires nuevos que se propagó en diciembre de 2010 desde Túnez (a modo de excepción este país aprobó hace casi un año la que dicen que es la Carta Magna árabe más avanzada). Está claro que las religiones no son el problema, sino la apreciación o la perversión de su mensaje, unido a un proselitismo mal entendido y radical (en su momento, el propio cristianismo). En el caso del islam suní, las corrientes rigoristas, llámense salafismo -en su vertiente yihadista- o wahabismo, hacen que proliferen adeptos dispuestos a cualquier cosa -a terriblemente cualquier cosa-, como hemos visto en el 11-S, en España mismo, y ahora en el país galo, y en el que Occidente -un término que no me gusta- ha desempeñado el papel de pirómano más que de bombero. A nadie se le escapa que Estados Unidos insufló más que aliento a las fuerzas muyahidines en Afganistán contra la URSS en el tablero de la Guerra Fría, en las que combatió, por cierto, un tal Osama bin Laden, y se embarcó en una guerra de funestas consecuencias a la búsqueda de unas supuestas armas de destrucción masiva, dibujando un caótico panorama en tierras de la antigua Mesopotamia, donde han proliferado más que nunca acólitos a la causa (las cárceles se han convertido en la principal escuela de yihadistas), como el autoproclamado califa Abu Bakr al-Baghdad, líder de Estado Islámico. Occidente lleva demasiado tiempo obviando una solución posibilista a la cuestión palestina, una de las madres del cordero, y utilizando un doble -e hipócrita- lenguaje con determinados países de la región, en los que los derechos humanos brillan por su ausencia y de los que se sabe que desde allí parten fondos para ayudar a financiar el terrorismo integrista. Estamos ante todo un problema y también ante un reto que debemos resolver con inteligencia.