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José Castro – Por Luis Ortega

   

La justicia es igual para todos. En su mensaje navideño de 2011, el entonces rey Juan Carlos I hizo esta afirmación que impactó hondamente en la ciudadanía y encontró un paladín ejemplar en un cordobés que dejó su empleo en prisiones para ingresar en la judicatura y que, tras sucesivos destinos en la Península y Canarias, radicó en Palma de Mallorca y, desde 1990, es titular del Juzgado de Instrucción número 2. Ya hablé de él e, incluso, de la frase regia, a propósito del caso Urdangarin, que instruyó contra numerosas dificultades. Contra su gusto y voluntad, ocupó y ocupará espacios de privilegio en los medios y, pese a los halagos interesados y las diatribas partidarias, no ha hecho, ni hace, nada contra sus costumbres; guardó un respeto exquisito a su antaño amigo, el fiscal Horrach -implacable contra el marido de la infanta, al que atribuye toda las culpas e imputa todos los cargos y, a la vez, persuadido de la inocencia de ésta- y a los defensores legales y mediáticos de doña Cristina. Últimamente José Castro Aragón (1945) se reafirmó en sus conclusiones y rechazó el último recurso de los abogados Roca y Silva contra la apertura de juicio oral; así que, como caso inédito en la historia, sentará en el banquillo a una persona de la familia real para que responda de los delitos de los que está acusada.

La vista sin fecha determinará lo ocurrido y las responsabilidades consiguientes, aunque ya hay, para bien y para mal, opiniones contrarias tanto por la información conocida como por la notoriedad de los imputados; y el instructor, “que sólo cumple con su deber”, no para de ganar elogios “por su osadía e independencia” ni se libra de las críticas cortesanas que dudan de esos valores y le achacan “turbias intenciones y ganas de popularidad”. Especialmente chocante y ácida resultó la reacción de Miquel Roca i Junjent
-padre de la Constitución que, a estas alturas, debería estar sobre el bien y el mal- que recibió el revés judicial con malos modos. E irónica y oportuna fue la respuesta de Castro, en un auto de dieciséis folios de prosa clara y directa, libre de fárragos y muletillas, en la que replica por primera y última vez a las descalificaciones de los letrados. Su alegato se resume en un adagio, tan lapidario como la palabra de rey que abrió esta columna: “La técnica es tan antigua como el ser humano. Se lanza una afirmación que no responde a la verdad con la esperanza de que siempre habrá alguien que la asuma sin comprobarla”. Según parece, esta será una de sus últimas actuaciones por imperativos de la edad y, acaso, por el cansancio lógico que producen las espurias injerencias en el trabajo decente y, por eso, incómodo.