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Religión y libertad – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

   

Los asesinatos de París han traído de nuevo a la actualidad el debate sobre el Islam y la democracia, sobre la compatibilidad de las creencias y la cultura musulmanas con los principios democráticos que informan la política y las sociedades occidentales. Días después de los atentados, en el discurso inaugural del Primer Foro Internacional Reinvenciones del Mundo Árabe, que tuvo lugar en París, el presidente de Francia se apresuraba a prevenir una reacción social negativa en contra de los cinco millones de musulmanes franceses y de su religión, advirtiendo del peligro de confundir a los musulmanes con los radicales o yihadistas que perpetraron las agresiones. “Debemos recordar que el Islam es compatible con la democracia” aseguró, para añadir a continuación que los musulmanes son las primeras víctimas del fanatismo, del fundamentalismo y de la intolerancia. En esta línea, y en todos los países occidentales, las comunidades musulmanas se han manifestado contra los atentados, con profusión de mensajes que identificaban al Islam con la paz. Y sus dirigentes religiosos han celebrado reuniones con las autoridades en el mismo sentido de condena de la violencia y aceptación de la democracia.

Algunos autores musulmanes propugnan esa compatibilidad entre los valores del Islam y los valores de la democracia, y afirman, incluso, que tal compatibilidad se produce desde los orígenes, cuando tras la muerte del Profeta Mahoma se planteó la jefatura o el liderazgo de la Comunidad de creyentes (el Califato y la Umma), y se aceptó que el Califa debía ser electo por la Comunidad de entre sus miembros, permitiéndose votar a todos los musulmanes y aceptando que cualquiera podía ser elegido (cualquier hombre). Sin embargo, hay que reconocer que el argumento es débil, porque sería como aceptar que la democracia nació en los monasterios cristianos que elegían a sus abades o en las elecciones medievales de obispos y Papas. Además, el sistema electivo solo perduró en los cuatro primeros Califas (los Califas Justos) hasta Alí, el yerno del Profeta, y se convirtió en dinástico con los Omeyas y los Abbasidas.

La propia naturaleza del Califato, que es una jefatura religiosa, social y política, en la que confluyen lo religioso y lo secular, es ajena a la democracia, que requiere la separación entre la Iglesia y el Estado. Por eso Kemal Atatürk, en el contexto de la revolución turca, lo suprimió en 1924. Y precisamente ahora ha sido revivido en el norte de Siria e Iraq por un Califa que ha tomado el nombre del primero de los Califas Justos, el primer sucesor de Mahoma. Lo que significa que Califato sería la denominación correcta de lo que los occidentales nos empeñamos en llamar Estado Islámico.

La clave está en la separación entre lo religioso y lo secular, entre lo religioso y lo político, una separación que es el fundamento de la civilización democrática occidental y de su sistema de derechos y libertades. Y el problema es que esa separación ni existe en la civilización musulmana ni nunca existió, desde sus orígenes en el siglo VII hasta nuestros días. Se puede argumentar que tampoco existió en el pasado occidental cristiano, pero las sociedades cristianas han sido capaces de experimentar unas profundas transformaciones al respecto, mientras los especialistas se cuestionan si las sociedades islámicas serán capaces de experimentar transformaciones similares. En una palabra, si las creencias fundamentales de su religión permitirán un cambio similar al que ha permitido el cristianismo. La situación actual en los Estados musulmanes no invita al optimismo.

Si aceptamos que las atrocidades sangrientas que, en nombre del Islam, se cometen en el norte de Siria e Irak y en el norte de Nigeria no son representativas, algunos elementos relacionados con el Islam, como la Sharía o la Yihad, siguen siendo particularmente preocupantes desde una perspectiva democrática, por no hablar de la poligamia, la inaceptable discriminación de la mujer y su estatus social inferior. Pero incluso en los ambientes musulmanes moderados encontramos elementos de preocupación y de enfrentamiento. Charlie-Hebdo reapareció el miércoles y volvió a publicar un dibujo de Mahoma en su portada, esta vez con los rasgos de un profeta humano y sensible, que derrama unas lágrimas por los que han sido asesinados en su nombre y hasta se solidariza con ellos exhibiendo una pancarta con la leyenda: Je suis Chalie. Una caricatura amable que, aún así, ha suscitado la indignación y la reprobación del mundo musulmán. Y no de grupos radicales, sino de Gobiernos e instituciones oficiales de países considerados moderados. En Turquía, por ejemplo, un Estado con aspiraciones de entrar en Europa, se bloqueó el acceso a las webs que colgaron la portada.

En cuanto a las redes sociales musulmanas, califican de “terrorista” a la redacción de Charlie-Hebdo y consideran que la asistencia de dirigentes árabes a la manifestación del domingo en París fue un “síntoma de sumisión”.

Mientras tanto, el Papa ha dicho en su vuelo a Manila que era de esperar un ataque como el de Charlie Hebdo. “No puedes insultar la fe de los demás o reírte de ella”, afirmó. ¿Justificación de lo sucedido? ¿Es Francisco también un elemento de preocupación democrática?