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50 sombras de Grey – Por Saray Encinoso

   

Durante las últimas semanas las redes sociales y, supongo, las barras plateadas de algunos bares se han llenado de críticos con un vasto conocimiento sobre literatura erótica.  “En vez de leer 50 sombras de Grey, que es pura bazofia, ya podrías haber leído…”. Y sueltan algún título de un género que, hasta la llegada de este best seller, seguía siendo un tabú. Es posible que ellos tampoco hayan tenido entre sus manos ese título que recomiendan, pero el hecho de conocer que existe ya otorga, creen, sabiduría. Piensan que su gusto exquisito y cultivado los convierte en seres superiores al resto, con una capacidad de detectar la belleza que pocos poseen. En realidad, la adaptación a la gran pantalla del libro más comentado de los últimos tiempos debería ser la excusa perfecta para que nos preguntemos por qué leemos, por qué vamos al cine, por qué entramos en una exposición. Y también por qué mucha gente no lo hace. El enriquecimiento intelectual es reconfortante, pero ¿entretenerse sin más es un pecado del que debemos huir?  ¿No debe existir el ocio si no viene acompañado de un fin ejemplar?

Hay niños que devoran libros y otros que huyen despavoridos. Las infancias lectoras tienen mucho que ver con lo tupidas que estén las estanterías de las casas y con la predisposición paterna a contar cuentos, pero estos dos factores no siempre son determinantes. La mayoría de los grandes lectores, e incluso de los grandes escritores, ha leído de todo a lo largo de su vida: desde novelas rosa hasta obras universales de la literatura, y no sienten vergüenza al reconocer que de jóvenes tomaban de esos estantes todo lo que encontraban, desde Danielle Steel hasta Leon Tolstoi o Blasco Ibáñez. Se hicieron adictos a las historias y, casi por norma, gracias a que nadie los obligó a empezar, por ejemplo, por Julio Verne. No hay un decálogo perfecto del buen lector, pero sí una premisa indiscutible que, a estas alturas, deberíamos haber dejado fuera del debate: el derecho de todo lector a leer (o a no leer).  Hace poco escuché a alguien decir que el único acto soberano que nos queda es la lectura. Estoy convencida de ello. No convirtamos ese placer casi indescriptible, esa enajenación que solo provocan algunos textos maravillosos y de la que únicamente disfrutan los grandes lectores, en un arma arrojadiza. Usemos ese amor, esa pasión, para contagiársela a los demás.  Lo mejores libros son los que no quieres que acaben y que al mismo tiempo te obligan a buscar otro al que entregarte igual. Los lectores deberíamos parecernos a esos libros, ¿no?