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Un debate inservible, pero… – Por Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca

   

Los debates sobre el estado de la nación suelen transcurrir sin pena ni gloria. Llevan consigo más carga emocional y gestos para la galería que resultados prácticos, más expectación previa que consecuencias políticas. Entre otras cosas, porque las resoluciones aprobadas antes de cerrar la sesión son voluntaristas y no obligan al Gobierno; se trata de recomendaciones o sugerencias sin mayor alcance. Los grandes objetivos, las propuestas más interesantes de la legislatura, se anuncian en el discurso de investidura, que por otra parte tampoco suele notables contener novedades mediáticas. Éstas llegan con el programa electoral, detallado en sus aspectos más interesantes durante la campaña correspondiente, y cuando las circunstancias obligan a adoptar decisiones inaplazables en el discurrir de la legislatura.

En el debate de esta semana se produjo, sin embargo, una novedad circunstancial: el debut de los dos principales líderes de la izquierda parlamentaria: Pedro Sánchez, por el PSOE, y Alberto Garzón, por IU. Ambos cumplieron con nota -el primero ganó por décimas la discusión a Rajoy, según la encuesta del CIS-, si bien los dos giraron con claridad al extremo de su espacio político. Sánchez hizo de IU e IU hizo de Podemos -lo mismo que Rosa Díez hizo de Ciudadanos-, en esa tendencia respectiva por tratar de ocupar el espacio político que un tercero en discordia les pueda disputar.

Todos sobreactuaron
El único entre los oradores de los grandes partidos que se mantuvo en su línea habitual fue el presidente Rajoy quien, normalmente templado y comedido, esta vez perdió la compostura y estuvo faltón, incluso grosero e irrespetuoso con algunos de sus oponentes, en sus reproches, réplicas y contrarréplicas. Siendo un hábil dialéctico y un buen escribidor de discursos, que prepara a conciencia y redacta personalmente en sus párrafos esenciales, el jefe del Gobierno cae en la impostura y no acaba de rematar sus intervenciones en estos debates: sólo ganó los de 2011, a Zapatero, y 2013, a Rubalcaba, según el mentado CIS. Sea por su talante, por ejercer de gallego, por un exceso de optimismo en momentos de especial dificultad o porque su propia imagen gastada no le favorece ante el empuje de dirigentes más jóvenes, el caso es que Rajoy siempre anda bajo de popularidad y de valoración y estima entre los ciudadanos.

Lo mismo que Aznar -recuérdese la supresión, aunque precipitada, del servicio militar obligatorio-, Rajoy no es capaz de vender ni sus propios aciertos, que no son pequeños. Está negado para transmitir credibilidad entre sus compatriotas y sin embargo fuera de España ha ganado prestigio y confianza por su determinación a la hora de afrontar la crisis económica y evitar la intervención del país por la ‘troika’ (FMI, BCE y Comisión Europea), que unos políticos niegan y otros confirman, inventando estos últimos una realidad inexistente que sólo se circunscribió a Portugal, Grecia e Irlanda; aquí el único rescate que se produjo fue el de la banca pública (cajas de ahorro), de la que políticos, sindicalistas y una pléyade de caraduras y sinvergüenzas se aprovecharon para enriquecerse.

Los discursos escuchados en el pleno, en una sobreactuación indisimulada por parte de todos, no reflejaron la verdad incuestionable de la España real, la que existe fuera del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo: la de la calle, la del descrédito de políticos e instituciones, la que, con muy distintos prismas ideológicos, recogen Podemos y Ciudadanos, dos formaciones que se afianzan, sobre todo la primera, en el nuevo panorama político nacional. Si acaso, reflejaron la España de la crisis, que también es de visión doble: la de las grandes cifras estadísticas que confirman el inicio de la recuperación económica y la creación de empleo, aunque sea de menor calidad -que Rajoy vende, siendo cierta, con excesivas dosis de triunfalismo-, y la de las economías enflaquecidas y el desempleo, la de la pérdida de derechos sociales y el desamparo de los ninis, la de la pobreza y la marginación social, que destacan -quizás muy negativamente, pero con un gran fondo de verdad- los oradores de la oposición.

Circunstancias añadidas
Había este año algunas circunstancia añadidas, además de la natural curiosidad por escuchar a Sánchez y Garzón: la propia debilidad y los momentos de dificultad que atraviesan las formaciones políticas de ambos y la proximidad de las elecciones andaluzas y locales y autonómicas. Pero no se advertía ni emoción, ni esperanza, ni expectación. El propio y obsoleto formato del debate, la ausencia de autocrítica por parte de todos, la disciplina ultramontana impuesta, la metódica descalificación del adversario -sean cuales fueren sus argumentos y los resultados reales de su gestión-, así como la lamentable ausencia de un profundo e inteligente parlamentarismo que resalte la oratoria, la dialéctica y la brillantez del discurso han llevado a la trivialización de la labor del Congreso, incapaz de sintonizar con las aspiraciones del cuerpo electoral.

De ahí deviene el desinterés de la ciudadanía, que reiteradamente da la espalda a las tópicas y cansinas actividades de la cámara legislativa. Incluso los portavoces de los partidos suelen olvidar la necesaria frescura del discurso, las ideas y los argumentos, las formas gestuales, el tono de voz…, todo aquello que adorna al buen orador. Hoy da pena escuchar a nuestros políticos. Se muestran negados para improvisar; todo lo preparan por escrito y hasta son capaces de llevar en papel, y leer en directo, réplicas y contrarréplicas, como hizo un ingenuo Pedro Sánchez en el colmo de la impericia.

Dicho esto, desde fuera del Congreso quedaron bien señalados los objetivos de dos de los líderes emergentes, Albert Rivera y Pablo Iglesias, dispuestos ambos, según dijeron en sendos actos de contestación, a terminar con el bipartidismo de más de 35 años de democracia, todo lo imperfecto que se quiera pero que a la postre ha alumbrado el más largo periodo de paz y prosperidad de la historia de nuestro viejo país. Desde posiciones liberales templadas y con recetas mezcla de socialdemocracia y sentido común, Rivera puede hacerle un buen roto al PP, no digo nada a UPyD -que por la soberbia de Rosa Díez se negó a pactar un acuerdo electoral-, si se confirma su tendencia al crecimiento.

Podemos y sus ofertas
Capítulo aparte merece Pablo Iglesias no sólo porque así lo dicen las encuestas al atribuir a su formación, Podemos, la mayor intención de voto entre todos los partidos, sino por las esperanzas y desconfianzas -de las dos hay opiniones en cantidad-, que suscita su programa populista de Gobierno en su afán de acabar con la España constitucional del 78 -a la que niega legitimidad y representatividad, nada menos-, con ‘la casta’ política que ha gobernado el país los últimos 40 años, con la corrupción generalizada y contra los ricos que defraudan a Hacienda, en su popurrí de grandes objetivos.

El problema es la falta de credibilidad de Iglesias y compañía y sus posturas de extrema izquierda radical y antisistema, además de su vinculación con regímenes poco o nada democráticos, sus fracasadas recetas neocomunista -con soluciones a la griega impedidas por Europa- y su desmedido empeño en cuestionar las reglas de juego de la democracia que llevan a Podemos, como el propio Iglesias dijo en el montaje teatral de su propio debate sobre el estado de la nación -por cierto sin el derecho a réplica del Congreso de los Diputados- a ningunear la soberanía popular y defender a ultranza, al mejor estilo Hugo Chávez, el predominio de la televisión como herramienta política de propaganda y adoctrinamiento.

Hoy por hoy, Iglesias y sus compañeros de dirigencia no representan legalmente a nadie porque no están en las instituciones. Como no han pasado por las urnas, las ningunean y restan credibilidad en un perverso ejercicio de crítica. Pero es que la televisión tampoco otorga legitimidad ni representación, aunque sí conocimiento, influencia y popularidad, lo mismo que las redes sociales, que Podemos sabe utilizar mejor que nadie, no en vano sus fundadores son expertos politólogos y comunicólogos. Aun con tantas y tan buenas perspectivas, veremos si de aquí a diciembre PP y PSOE son capaces de mantener e incrementar los apoyos ciudadanos de que aún disponen y su hoy principal competidor no sufre el desgaste que empieza a advertirse tras verse salpicado por los primeros escándalos de corrupción.