X
nombre y apellido >

Eduardo Chillida – Por Luis Ortega

   

Una vez más recorrí con unos amigos el primer Museo de Escultura al aire libre creado en España, modelo de posteriores proyectos como el desarrollado en las Ramblas y el Parque García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife. Ubicado sobre el Paseo de la Castellana y bajo el puente que une las calles de Juan Bravo y Eduardo Dato, fue ideado en 1970 por Eusebio Sempere, diseñador de las barandillas del paso elevado y presente en el proyecto con un móvil de aluminio. Habilitaron el espacio de más de cuatro mil metros cuadrados los ingenieros Fernández Ordóñez y Martínez Calzón y se contó con trabajos de los españoles pertenecientes a las vanguardias históricas, Joan Miró, Alberto Sánchez y Julio González; y un selecto grupo contemporáneo integrado por Andreu Alfaro, Amadeo Gabino, Rafael Leoz, Marcel Martí, Gerardo Rueda, Pablo Palazuelo, Manuel Rivera, José María Subirachs, Francisco Sobrino, nuestro Martín Chirino, en su primera escultura pintada al fuego y Pablo Castellano, situado fuera del recinto, como Gustavo Torner, que plantó su creación en una pequeña terraza de Serrano y como un mirador sobre el conjunto. Primero por la agria polémica con el ayuntamiento madrileño, entonces presidido por Arias Navarro, y siempre por valores objetivos, la pieza reina fue y es La sirena varada, primera fundición de hormigón del artista vasco Eduardo Chillida (1924-2002), cuyo peso de seis toneladas fue el pretexto utilizado para, alegando motivos de seguridad, retirarla del puente del que colgaba con sólidos amarres de acero. Durante siete años, hasta 1979, con la llegada de José Luis Alvárez a la alcaldía, se aplazó la inauguración hasta que, avalada por informes técnicos, la instalación fue completada con la obra del donostiarra.

Tras el paseo y ante un café sosegado y una charla amistosa, un colega me preguntó por la Montaña de Tindaya y me remití a las ocasionales declaraciones de miembros del Gobierno de Canarias que no sé con qué razones secretas, o revelaciones divinas, afirman que el proyecto -una vergonzosa trapisonda y una chapuza improcedente de un ejecutivo que no corrigieron los siguientes- “sigue vivo”. Lamentamos ambos que la insensibilidad, la incultura y los intereses espurios rozaran a un plástico relevante del siglo XX y que su deseo de realizar “la obra de su vida en las Islas” -no ya en el lugar de su elección sino en cualquier espacio alternativo- se viera truncado por la incompetencia de sus interlocutores y que, en paralelo, el erario público se cargara con obligaciones costosas e innecesarias y que los responsables camparan, y campen todavía, a sus anchas.