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Lejos de las murgas РPor Jos̩ David Santos

   

Estuve durante ocho años, y en dos periódicos, como responsable de la información del Carnaval y en esa tarea quizá es como aprendí a manejar muchas de las herramientas de este oficio. De ahí mi agradecimiento a aquella vieja consigna de la desaparecida La Gaceta de Canarias y de este DIARIO DE AVISOS de que el último en llegar a la redacción se encargaba del Carnaval. Era una especie de novatada, porque tanto la vieja guardia como los que escribían de cosas importantes veían como un suplicio superior tener que hacerse cargo de murgas, reinas, diseñadores, comparsas, personajes y de toda la farándula de las carnestolendas chicharreras (incluida en ella entonces el gran Juan Viñas, el director de la Gala o el concejal de turno). Sin embargo, después de un primer año fue uno mismo el que solicitó cubrir la fiesta y otras seis ediciones más.

Hoy en día, cuando escucho una murga debo reconocer que se me eriza el vello, pero no de emoción, sino por una especie de terror a tener que volver a sufrir aquello. Insisto en que aprendí muchísimo, me lo pasé en grande, conocí gente maravillosa, pero, sobre todo, me quedó el regusto amargo de la endogamia, cuando no el fanatismo, de muchos que se creen dueños de los festejos. Y es ahí donde el mundo murguero, dado el poder de convocatoria que despierta, se dibujó a lo largo de los años ante mis ojos como un universo caprichoso, ególatra y plagado de pequeñas deidades que durante una semanas creen -y hacen creer al resto- que todo en Santa Cruz gira alrededor de ellos. Por eso, la distancia marcada; por eso, el miedo hacia aquello que me llevó horas y horas de trabajo y que siempre nombro orgulloso cuando me preguntan sobre mi trayectoria: informar sobre el Carnaval.