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Enmudecidos – Por Indra Kishinchand

   

Entonces empecé a hablar; no había hablado así en toda mi vida. Le conté que nunca había querido (tanto), que me sentía vacío ante tanto dolor. Que deseaba remediar el sufrimiento de todos y la incapacidad hacía que fuera yo quien llorara cada noche. Le conté que yo siempre había pensado en los otros como lo más importante y ahora vivía con indiferencia la muerte de las almas, el abismo de los corazones sin rumbo. Nunca había hablado tanto y, sin embargo, en aquella ocasión no pude parar. Le conté que tenía miedo. Que deseaba la felicidad de todos aunque yo nunca se la pudiera dar a nadie. Confesé que cuando era niño siempre pedía el mismo deseo y que ahora me daba cuenta de lo estúpido que resultaba anhelar sentado en el suelo de un cuarto de baño. Me declaré ajeno a quien era y supongo que ahí empezó la locura. Y a pesar de todas las revelaciones expiatorias, el diablo susurró sobre mi nuca palabras de desconsuelo. Entonces supe que en ciertos asuntos era mejor callar, porque nadie iba a resolver los problemas de otro, que ya tenían suficiente con lo suyo. Pero me equivocaba, porque mientras contaba todo esto la vi allí, silenciosa pero sonriente, callada pero triste, impaciente, melancólica. Mientras yo me confesaba, ella escuchaba. Y ese momento desapareció el diablo.