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Julio Gómez – Por Luis Ortega

   

Con el Hernández en medio, mi relación con quien titula la columna llega donde mi memoria y arranca en la imagen del “niño detrás de la banda” de un admirable tocayo porque, cuando las ruindades aldeanas aburrieron al maestro Felipe López, y tras una pausa de silencio, él tomó el relevo y, sin medios, sólo con trabajo e ilusión, la música volvió a las calles en las procesiones de Semana Santa, las fiestas de la Naval y San Francisco y los conciertos dominicales. En la juventud, cuando la ciudad contaba con tres orquestinas, la Gómez, que él dirigía, acompasó los asaltos -bailes de tarde- y, después, los carnavales de talco, los fines de año de esmoquin en el Club y el Casino, porque entonces La Investigadora era un nombre proscrito. Fue imprescindible en las galas benéficas que María Lola Felipe organizaba en el Circo de Marte, como pianista acompañante de adultos aficionados, niños cantores y entrañables excentricidades, incluida Madame Poupé. Y fue, y es, decisivo en una abnegada faceta que las instituciones -o mejor dicho, quienes las gobiernan- no han sabido, o querido, reconocer: la enseñanza de solfeo e instrumentos de viento como cantera de una agrupación sostenida por su constancia y el probado entusiasmo de sus componentes. Por si fuera poco, en un coche modesto en cuya baca aparecían los altavoces, su personalísima y persuasiva voz anunciaba los partidos de fútbol y baloncesto, en Bajamar y San Francisco, luchadas nocturnas y riñas de gallos, compañías foráneas y representaciones del Candilejas (éstas a coste cero). En las últimas Bajadas hablamos largo y tendido de los Enanos, de la polca Recova, entrañable legado de Domingo Santos, y de las danzas coreadas que la preceden, cuya bandización realizó siempre con solvencia y absoluta generosidad. En mis encuentros con Luis Cobiella, nuestro Julio Gómez fue un motivo recurrente y obligado porque el maestro ausente tuvo confianza ciega en su trabajo y sincera admiración que le expresó en varias ocasiones. En la Alameda, bajo los laureles y ante el café puntual, con atentos testigos, comentamos la transcripción de una obra póstuma, en la que Inma Marrero volcó su conocimiento y sensibilidad. La mañana era azul y el músico de la sonrisa ancha y la cordialidad sin medida, en su estilo, facilitó sin pegas, el trabajo común. Pocos lo dirán, él nunca lo reconocerá, pero todos sus paisanos le debemos algo y las corporaciones, intérpretes y públicos, un justo homenaje general.