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NOMBRE Y APELLIDO > POR LUIS ORTEGA

José Ribera

   

Hace diez años el catedrático José Milicua aconsejó la compra de un óleo de influjo caravaggista -La resurrección de Lázaro- atribuido al tenebrista español y por el que se pagó a Sotheby´s dos millones y medio de euros. La operación abrió una polémica entre expertos -nadie está libre de envidias y enemistades- que se libró en círculos cultos y en la prensa. Hoy es la pieza estelar de El joven Ribera, la excelente muestra con la que el El Prado homenajea al genio de Xátiva, y la única obra que la pinacoteca nacional posee de sus mocedades. En la colección permanente figura medio centenar de telas realizadas en su larga residencia napolitana (más de cuatro décadas), en gran parte al servicio del duque de Osuna, virrey del mezzogiorno italiano. Treinta y dos obras, procedentes de seis países, componen un conjunto que revela su talento precoz y su técnica sobresaliente y un discurso plástico significado por el rigor realista, más allá de la enfatización de la belleza, que llevó el dolor, la tortura y la penitencia a la máxima cumbre expresiva. Descubrimos al meritorio que, antes de los veinte años, emigró a Roma y residió en Parma, y en un exigente y humilde aprendizaje, no firmaba sus trabajos. Esa oscura etapa, que se extendió hasta la segunda década del siglo XVII, es la que ahora nos asombra gracias al trabajo de los comisarios -el ya citado Milicua y José Portus- y a una serie de composiciones magistrales, entre las que destacan El juicio de Salomón, de la Galería Borghese -tratado como anónimo hasta hace pocos años, La negación de San Pedro, y los martirios de San Sebastián y San Lorenzo, el segundo propiedad de la Basílica del Pilar de Zaragoza, y un sobresaliente Calvario, con las Tres Marías, encargo directo de la duquesa y concluido en 1618, que es uno de los cinco cuadros que se conservan en el Museo Sacro de la antigua Colegiata de Osuna. En otro plano, figuran dos series de figuras de medio cuerpo donde prima el carácter de los representados, un apostolado, y unas alegorías realistas de los sentidos, marcados escuetamente con instrumentos -la vista lleva un telescopio- y el gusto es un comilón satisfecho que, ante el plato de comida, blande la botella y la copa de vino tinto. Para satisfacer también a la crítica cursi, que lo agregó -sin matices al tremendismo- se expone un sobrecogedor San Bartolomé que, en su mano derecha, sostiene el instrumento del martirio y, en la izquierda, los restos de su rostro y, para quienes lo vieron como uno de los artistas mejor dotados de la historia, una conmovedora Magdalena penitente, traída de Capodimonte.