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NOMBRE Y APELLIDO > POR LUIS ORTEGA

Juana de Austria

   

Además de la tradición del nombre en la rama hispana de la familia, ella se lo ganó con su nacimiento en el día más largo del año. Tercera de los hijos de Isabel de Portugal y Carlos I (cinco en su matrimonio y otros tantos fuera de él), Juana de Austria (1532-1573) fue, según sus coetáneos, la más inteligente, piadosa y dotada para el gobierno.

Desde niña cultivó la lectura y la música y fue una precoz latinista que entendió, mejor que todos sus hermanos, los aires de cambio que sacudían a Europa. Desposada a los dieciséis y viuda a los dieciocho años con el heredero del país vecino, confió la educación de su hijo -el futuro rey Sebastián I- a su suegra y tía Catalina de Habsburgo, y regresó a España forzada por la abdicación de su padre y la ausencia del primogénito y heredero Felipe II por su su boda con la reina María Tudor.

Ejerció con talento y mano firme la regencia entre 1554 y 1559, con el apoyo incondicional de su confesor Francisco de Borja y de su amigo Ignacio de Loyola, factores del gran secreto de la princesa castellana: la única mujer ingresada en la Compañía de Jesús -fundada en 1534 y aprobada en 1540 por Pablo III- bajo el nombre supuesto de Mateo Sánchez y sin que el Vaticano conociera el hecho. Mantuvo una extensa correspondencia con el seudónimo de Montoya y defendió a la orden de sus contenciosos con las otras órdenes y de los recelos de los asesores reales, suspicaces con la expansión e influencia de los “frailes negros” que, con su patrocinio, abrieron conventos dentro y fuera del país, en Europa y en las vastas posesiones de América.

En 1557, y por consejo de sus compañeros de congregación, convirtió el palacio de su nacimiento en el monasterio de la Visitación, las Descalzas Reales, que bajo el patrocinio de la Corona, fue uno de los más lujosos de la Villa y Corte. Allí yacen sus restos mortales porque, aunque falleció en El Escorial, lo había dispuesto en su testamento, y Pompeyo Leone, italiano contratado para las esculturas de la iglesia escurialense, la perpetuó con una estatua orante de suma delicadeza.

Éste es el perfil grato de un personaje de relieve porque, como toda su familia y en paralelo, le creció una leyenda negra que la puso a la cabeza de intrigas cortesanas y de desmedidas ambiciones políticas. Incluso se corrió el rumor de una pretendida boda con el príncipe Carlos, su sobrino, y de continuas injerencias en el breve gobierno de su hijo en Portugal. Pero esos episodios, reales o fabulados, no tienen sitio en la columna que sólo hizo de altavoz de un secreto de los tiempos en los que no se ponía el sol.