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TIEMPO AL TIEMPO > POR JUAN JULIO FERNÁNDEZ

María Rosa Alonso

   

Cuando me propuse -o me propusieron- escribir un libro sobre Santa Cruz de la Palma, mi ciudad natal, fueron muchas las ideas que empezaron a rondarme en la cabeza y pronto caí en la cuenta de que siendo mucho lo que se había escrito sobre ella, lo único que podía justificar mi empeño era encontrar un resquicio por dónde colar mi experiencia personal – y por ende vital- en su entorno, tratando de buscar las motivaciones humanas que acumulándose en el lugar fueron configurando el ámbito que hoy acoge a los que allí viven y trabajan.

Y puesto ya a estructurar mi relato encontré apoyos en los testimonios de otras personas que, en sus libros, habían condensado con erudición y conocimientos sus reflexiones acerca de una realidad, la ciudad o civitas que acuñaron conceptos como ciudadanía y civilización. Y para encabezar uno de los capítulos de las mías -concretamente en torno a la ciudad en el tiempo- elegí una cita de María Rosa Alonso entresacada de uno de sus libros, La ciudad y sus habitantes, que vuelvo a transcribir: “Todas las ciudades, desde las más antiguas en el tiempo histórico hasta las últimas, forman una unidad decisiva, definitiva, sufran las ampliaciones o las menguas que sufran”.

De María Rosa -una vida intensa y extensa- supe, de una manera tangencial, cuando por primera vez vine a La Laguna en el año 1952 para pasar el Examen de Estado -la Reválida- de aquel bachillerato, el del Plan de 1938, que era más carrera que muchas de las carreras actuales y que nos congregaba, en el Instituto de Canarias de la ciudad de los Adelantados, a todos los estudiantes del Archipiélago, una convocatoria que, sin la menor duda, contribuía a entablar amistades y a ampliar el conocimiento de una fragmentada realidad insular.

Y con posibilidad de algún error al apoyarme tan solo en la memoria, creo que fue leyendo en El Día un perspicaz comentario suyo sobre la escritora cubana, a la sazón en Tenerife, Dulce María Loynaz, si no me equivoco titulada Una mujer entre dos islas y que dio pie a que alguien, que no recuerdo, en el mismo periódico hilvanara otro brillante ensayo sobre las dos escritoras, con la rúbrica de Una isla entre dos mujeres, naturalmente Dulce María y María Rosa.

A partir de ahí, seguí interesándome por cuanto publicaba y supe algo de su peripecia vital con las dificultades normales de entonces para abrirse camino en la vida, a las que se agregaban las que imponía el Régimen a los desafectos y que, en el mejor de los casos, no tenían otra salida que un dolorido y no siempre fácil exilio, interior o exterior.

Exterior fue el de María Rosa quien puso mar por medio y marchó a Venezuela, dónde encontró un hueco en la docencia, hasta que pudo volver a España y esta vez, con más tierra que mar por medio, se afincó en Madrid, donde trabó conocimiento y aunó entusiasmos con Jorgina Gil-Delgado, la esposa de Joaquín Satrústegui, senador primero y diputado después con la UCD y de quien acabé siendo muy buen amigo.

Y fue Joaquín quien me manifestó su extrañeza de que no conociera personalmente a María Rosa, a quien le había hablado de mí y que, como era normal, tampoco me conocía, en vista de lo cual montó un almuerzo en su casa de La Castellana para que nos encontráramos. Y, efectivamente, fue así, en una comida que no olvidaré, en la que además de nosotros dos como invitados estaban los anfitriones con su hija Carmen, hoy al frente de Politeia, una asociación de prestigio muy presente en la vida cultural y en la que con otros profesores, españoles y extranjeros, de gran renombre participaba María Rosa.

Desde entonces mantuve contacto con ella, la visité en más de una ocasión en la casa de Elfidio y Magda, sus sobrinos, que la acogían con especial afecto; recibí el regalo impagable de algunos de sus libros; tuve la satisfacción de que aceptara los míos; disfruté de su conversación que más de una vez se alargó hasta que la llamaban para comer y recibí varias cartas que siempre destilaban sentido común, reflexión y sabiduría.

Sin hijos entrañados, fueron muchos los que se nutrieron de su espíritu indomable y su longevidad centenaria, lúcida hasta casi el final, la hizo extraordinariamente fecunda. Se nos ha ido, como nos iremos todos los que la sobrevivimos, pero su ausencia no es dejar de vivir como ella misma me dijo en una de sus cartas a propósito del cardenal Portocarrero y la lápida de su sepultura en la Catedral de Toledo -Pulvis, ceneris et nihil, polvo, ceniza y nada- y me atrevo a desmentirla cambiando el epitafio en la dives toledana por otro en el recuerdo y sin piedra, polvo, ceniza y mucho, asentado en su obra, su testimonio y su ejemplo, lejos de ser nada o poco.