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OPINIÓN > POR JUAN HERNÁNDEZ BRAVO DE LAGUNA

Pacto de perdedores

   

Desde Platón y Aristóteles a nuestros días se han escrito bibliotecas enteras sobre la democracia, sobre sus problemas y sobre sus disfunciones; y más recientemente se han escrito también bibliotecas enteras sobre la democracia representativa, sobre la representación política y sobre el papel de los partidos políticos en ella. Pero, como diría Jorge Luis Borges, esas bibliotecas no han sido fatigadas por la mayoría de los ciudadanos -ni de los políticos- y, en consecuencia, cada cierto tiempo surgen las mismas preguntas, se formulan las mismas críticas y se publican los mismos análisis. Cada cierto tiempo un grupo de ciudadanos -más o menos indignados- repiten la misma canción y descubren la pólvora de que la democracia es poliédrica y de que los partidos políticos se imponen pragmáticamente en ella como necesarios, aunque su existencia y su actuación política pueden poner -y de hecho ponen- a toda democracia en peligro.

Una paradójica contradicción que dista mucho de estar resuelta. Porque, como afirmó Winston Churchill el 11 de noviembre de 1947 en los Comunes, la democracia es el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás.

La opinión pública española se enfrenta periódicamente -y se está enfrentando de nuevo- a actuaciones de los partidos y de miembros de la clase política que la desorientan, y que no sabe si atribuir al mal funcionamiento de la democracia o a la democracia en sí misma. No obstante, el que sucedan estas cosas tiene la virtud de llevar al debate ciudadano responsable -y a los especialistas- a cuestionarse con crudeza los problemas radicales que afronta la democracia. Y uno de esos problemas es, evidentemente, el problema de sus relaciones con los partidos.

En la actualidad es impensable una política digna de ese nombre sin partidos -encubiertos o no- y, desde luego, una democracia sin ellos. Hoy en día, y presumiblemente también mañana -en una extrapolación que, sin duda, nos es lícito hacer-, la política es y será hecha desde los partidos y por los partidos, de modo que su existencia se ha convertido en sinónimo de vida política modernamente organizada como tal y de viabilidad del ejercicio del poder. A pesar de ello, el problema es que, a veces, la política es hecha para los partidos, produciéndose el fenómeno político que suele ser denominado partitocracia (algunos usan partidocracia) y que conlleva una de las más claras y peligrosas disfunciones de las democracias contemporáneas. La peor de sus perversas manifestaciones es el secuestro de la voluntad popular por las oligarquías de los aparatos partidistas, que también secuestran la voluntad de sus militantes y partidarios a través del dominio de esas oligarquías. No en vano un autor como Michels advirtió que dos diputados de distintos partidos llegan a parecerse más entre sí que cada uno de ellos respecto a los miembros de su propia organización.

Pues bien, en estos días de indignación y pactos se acumulan los sucesos políticos que nos inquieren sobre la democracia y sobre el papel de los partidos políticos en ella. Y uno de estos sucesos lo constituyen precisamente los pactos post electorales, que tanto abundan ahora en ausencia de mayorías absolutas, es decir, en la mayor parte de las ocasiones. Se producen unos resultados electorales y después comienza el baile de los pactos. Y el ciudadano elector se desorienta -se desmoraliza- cuando advierte que unos partidos perdedores se alían para dejar en la oposición al que ha ganado sin mayoría absoluta. Y se desorienta -se desmoraliza- aún más cuando, lo que es peor, un partido con unos resultados menos que mediocres y muy pocos escaños se convierte en el árbitro omnipotente de la situación -partido bisagra lo llaman- y decide inapelablemente quien gobierna y quien no, como Izquierda Unida en Extremadura. En los niveles locales el problema se encona peligrosamente porque intervienen de forma determinante los enfrentamientos personales y los ajustes de cuentas políticas.

El sistema electoral canario nos condena a una política de pactos. En toda la corta historia electoral y parlamentaria canaria ninguna fuerza política ha alcanzado la mayoría absoluta de 31 diputados y ni siquiera los 27 socialistas de Jerónimo Saavedra en 1983, que le permitieron gobernar en coalición. Hace cuatro años López Aguilar consiguió 26, pero fue enviado a la oposición por un pacto de perdedores. El pacto de perdedores se ha repetido ahora con el eterno protagonista -ATI-Coalición Canaria- y los socialistas en horas bajas. Y el ciudadano elector sigue desorientado -y desmoralizado- porque no entiende que el Partido Popular tenga sesenta mil votos más que Coalición en las elecciones canarias pero el mismo número de diputados. Y que, encima, acabe en la oposición siendo el partido vencedor, mientras los perdedores socialistas se encumbran a la vicepresidencia y al Gobierno.

Aparte de unas elecciones periódicas y competitivas, la democracia requiere la alternancia en el poder, como posibilidad y como realidad efectiva. Y en Canarias hace mucho tiempo que esa alternancia no existe ni siquiera como posibilidad. Si no sufre un muy improbable derrumbe electoral, da igual los votos y los escaños que obtenga Coalición Canaria: populares y socialistas ni se plantean un pacto a la vasca, y los nacionalistas eligen entre ellos a quien incorporan al Gobierno y a quien envían a la oposición. La Presidencia del Gobierno no es negociable, por supuesto, y el agraciado con el Gobierno sabe que el pacto que ha suscrito es más que desigual y que, de acuerdo con un guión que se ha repetido otras veces, en cualquier momento el gran hermano puede darlo por terminado, y despedir o invitar a irse a sus consejeros. Incluso con un punto de grosería y un lenguaje intimidatorio. Porque Coalición es consciente de su inmenso poder -superior al de sus votos-, lo ejerce sin contemplaciones y no siempre guarda las formas.

En un ejercicio de esquizofrenia política que practican todos los partidos nacionalistas en España, Coalición Canaria ha apoyado al Partido Socialista en Madrid mientras lo combatía en Canarias, en donde gobernaba con el Partido Popular. Ahora la situación se invierte, y los socialistas canarios deberán aceptar que sus socios voten en Madrid con Rajoy y su gente si estos por fin ganan las elecciones generales. Y si los socialistas no están de acuerdo ya saben el camino. Porque en los pactos canarios de perdedores uno de los perdedores gana siempre.