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DESPUÉS DEL PARÉNTESIS > POR DOMINGO-LUIS HERNÁNDEZ

En las puertas del infierno

   

Uno. Supongamos que el individuo que escribe estas líneas es Domingo-Luis Hernández Álvarez. Dos. Retengamos aquí asimismo lo que afirma un sujeto de los que por el mundo pululan: quien estas líneas escribe, Domingo-Luis Hernández Álvarez, esconde una abyecta actitud: renegar de su familia. Tres. Es necesario aclarar otra cosa, antes de continuar: la dicha afirmación lo fue bajo las letras de una entrevista que hablaba de una novela, de la escritura y de las proyecciones culturales de quien estas líneas escribe. Luego, para entender con suficiencia la maquinación anotada, es obligatorio separar dos niveles: Domingo-Luis Hernández Álvarez traidor y Domingo-Luis Hernández Álvarez escritor.

Por partes. Lo primero es mentira y eso da para calificar de ruin la dicha afirmación. Ruin, además, porque detrás del infundio vivió, y aún perdura en la memoria, una de las personas más extraordinarias, más respetadas y admiradas de este mundo: el padre que fue y se llamó Domingo Hernández Llanos. Concurre en la impudicia un desprecio: el hecho de que mi antepasado inmediato fuera agricultor. Eso es lo que yo preciso tapar frente a la “alta” y “distinguida” posición de quien articula el mentado improperio. Y eso es un desvarío; desvarío provechoso porque con él es posible comenzar a ajustar la patraña. Así, la aseveración miserable no sólo proclama la mentira para supuestamente dañar sino que echa mano de una evidencia para supuestamente ser efectiva: Domingo-Luis Hernández Álvarez no es lo que su padre fue; es profesor de una universidad, editor y escritor, entre otras cosas. Y más: a poco que se ajuste la mirada se descubre el delirio: lo que muestra la mentada infamia no es que yo sea diferente a mi padre (que lo soy, porque él luchó porque así fuera) sino que lo que sentencia el sujeto en cuestión es que yo no debo ser el que soy. Marca suprema del caciquismo.

Usual en el territorio que pisamos. Eso me lo contó Domingo Hernández Llanos para describir la nobleza frente a los que creyeron ser su dueño. Usual, digo, porque en el territorio limítrofe de los infiernos es perceptible sufrir manejos que no vienen a cuento y que ocupan reclinatorios jerárquicos. Por semejante tramoya se descubren sujetos aquí que se creen con el derecho a asignarte los amigos y los enemigos, a permitirte ser poeta, novelista o director de teatro, siempre que no resultes más de lo debido. En ese caso, mejor que te dediques a lo que ellos usan como un insulto: lo que fueron tus antepasados, agricultores o ganaderos, el “mago” con que se solazan algunos de los que ahora se dicen nacionalistas.

Para el punto segundo, el escritor, pongamos que el mundo es tan ridículo como los estúpidos tales lo componen. No cabe contraponer aquí lo que la teoría y el conocimiento sentencian. No hay razón porque no hay lectura ni pensamiento que la sostengan, sólo inquina. Mas como, pese a todo, yo soy el que soy, releo al autor que escribió Borges y yo, y recuerdo al excelente profesor José de la Calle cuando nos dijo que uno era el que cobraba los derechos de autor y otro el autor que estampaba su/un nombre en el libro del que era dueño. Por esa lógica (cual pensó Borges) los escritores pueden nacer donde les dé la gana, siquiera sea para afirmar ante los racistas, xenófobos y manipuladores de la historia que tú también eres un inmigrante. Luego, si se confirmaran las fábulas de baja estopa, el anónimo autor de Lazarillo habría de haberles pedido permiso a los distinguidos para ser anónimo, Philip Kindred Dick para firmar como Richard Philips, Jack Dowland o Horselover Fat, el conde Balthazar Klossoski de Rola para llamarse Balthus, Antoine Marie Joseph Artaud para nombrarse Antonin Artaud, Marco Tulio para ser Cicerón, Samuel Langhorne Clemens para elegir Mark Twain, Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto para comprometerse con Pablo Neruda, Gabriel Téllez para ser conocido como Tirso de Molina, François Marie Arouet por Voltaire, Allen Stewart Konigsberg por Woody Allen, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares por H. Bustos Domecq o Fernando António Nogueira Pessoa por Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares…

Es decir, las dos puntas se unen: la del insólito, ofensivo, clasista y asilado social y la del ignorante. Y ello da una imagen: la del que nada manifiesta porque lo ha vendido todo (incluida su sombra, como Peter Schlemihl).

Y así actúa, para contraponer sus naderías de pusilánime poeta, político de cartón piedra o novelista ocasional cuando las elecciones apremian. Por eso arguye derribos en posiciones de autócrata que no lo es, con la esperanza de que, en la ridícula unicidad, podrá cobrar el premio de su exigua medida.

Borges pretendió explicárselo a quien leyó con subterfugios. Le dijo que conocía una de las grotescas maniobras de los sujetos comunes y mediocres. Esta: matar lo que quieren. Pero esa no es la categoría verdadera. Lo que hace a los seres responsables, incluso a los seres ejemplares, es morir por lo que aman.

De todos es conocido que hay hombres que esclavizan a otros hombres. Tal cosa es repudiable, aunque no menos que haya hombres que se dejen esclavizar por otros hombres. Y es que, como le ocurrió al pobre Peter Schlemihl, quienes viven atados a las puertas del infierno no entienden una resolución categórica: hay un asunto por el que tiene sentido la muerte. Se llama dignidad, pero ellos (que ya nada poseen) han perdido los atributos con los que articular su nombre.