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DESPUÉS DEL PARÉNTESIS > POR DOMINGO-LUIS HERNÁNDEZ

África

   

Ese día mi hijo tenía que hacer un no sé qué con sus primas y Josefa otro tanto con su hermana. De manera que me vi yo solo camino de la escollera de Morro Jable con la caña de pescar en el hombro. Me aposté donde siempre me aposto y me dispuse a contemplar el espléndido atardecer en el horizonte, en el nítido mar, en las suaves olas que caen sobre la arena rubia de la amplia playa.

El chico se acercó. Era una figura alta, en extremo delgada, con unos ojos luminosos y raros que parecían mirar a varios puntos del mundo a la vez. Vestía de una forma anacrónica: una camisa de flores muy larga, de color rojo descolorido y fuera del pantalón, que era azul, de tela ruin, con las mangas dos dedos por encima de los tobillos. Calzaba unas zapatillas limpias pero algo deterioradas en los talones y en las punteras. Me saludó y me dijo lo que suele decirse en esas ocasiones, cuando te encuentras con un pescador ocasional y quieres comenzar una conversación: “¿Buena pesca?”. Yo respondí “podría ser mejor, aunque los que saco los devuelvo al agua”. “Eso jamás lo haría yo”, sentenció él; “soy pescador”.

Me interesé, es decir, acepté la charla que aquel muchacho me proponía en un atardecer luminoso de principios de agosto. Alzó el brazo, extendió la mano y señaló: “África”. Suspiró. Me contó que la había contemplado y que la había vivido porque fue allí en la cubierta de un barco de pesca. Y me confió que por eso sabía que los hombres allí (sus amigos) no eran hombres, eran atletas, cuerpos resplandecientes, fornidos, perfectos, sin una gota de grasa, sin barritas sustitutivas para adelgazar, dijo con gracia. Y las mujeres, ah, las mujeres. Espléndidas, maravillosas, monumentales… “Negras”, me comentó; “completamente negras”, repitió. “Salvo por una parte”, dijo; “ésa que puedes ver cuando te deja que le separes los pies con tus manos y te concede la dicha de compartir con ella su misteriosa geografía”.

“África”, insistió, y lo observé cabizbajo, con un rictus en la boca que a un tiempo indicaba pesar por lo perdido y una extrema felicidad por lo recuperado.

Me reveló que su propósito había sido perderse en ese país, pero la familia, ya sabe, la familia y el estúpido capitán que lo devolvió al camarote y a coger de nuevo las nasas con sus manos y a poner rumbo a este puerto lo disuadieron. Pobre historia.

“África es muy grande y es muchos países”, lo corregí absurdamente yo. Y él gritó: “¡No!; un país no se dice, se lleva contigo, se carga en los hombros”. Y me hizo un recorrido por eso que él llamaba “Fuerteventura-Sinfuerteventura”. “¿Esto es África?”, preguntó; “no queda nada”. ¿Cabras?, ninguna; ¿burros?, tampoco; ¿Cofete?, una mierda. “Demasiados idiomas”, sentenció; “muchos agujeros en la piel de esta tierra que dicen que fue África”. Me preguntó: “¿País?”.

Defendí ante aquel chico que el tiempo es tiempo y que los cambios son inevitables. Que eso siempre ha ocurrido, que de modo distinto aún seguiríamos viviendo en las cavernas, a expensas de matar a pedradas a un carnero para comer o a la espera de anzuelos para coger pescados. Además, le dije, nos queda el consuelo de que los países hoy se viven y se comparten, aunque sea con idiomas diferentes.

Él rechazó mi argumento. Amablemente señaló que estaba equivocado, que él no conocía el idioma de las tribus, pero que hay lugares en este mundo en los que no es necesario el idioma para comunicarse. Ni vivir, ni compartir, ni inglés, ni alemán ni la leche. “¿De qué hablamos”, me dijo.

Ante una pizza cuatro-quesos y una cerveza helada me lo confirmó: “De esta maravilla no hay en África. Pero no se confunda, amigo; por más que seamos ricos y poderosos hay maravillas que no se pueden sustituir”.

El chico al que saludé casi todos los días del resto de mis vacaciones, con el que compartí alguna cerveza más, repetía un gesto porque yo me apresté a oír su pasión: alzar el brazo y con él extendido señalar. Concluí que los lugares son como se imaginan. Esa es la cualidad suprema de los hombres. El mundo no es como es, es como las palabras dicen que sea. Para aquel chico África era un país, más que un continente, y lo absoluto, la entidad que supera lo marginal. Por eso me dije que quizá los hombres debiéramos proceder así, ver las cosas por su esencialidad, más que imponer estipendios pavorosas por lo que suponemos conquistar, dominar, someter.

Si así procediéramos llegaríamos a la conclusión de que la África que es (y que acaso sólo vio aquel muchacho desde la cubierta de un barco de pesca en la lejanía) se parece más a la que fabricó para mí en Morro Jable, Fuerteventura, que la que dictan las enciclopedias y los tesoros de internet.