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Invasiones insulares > Luis Alemany

   

Sigue de actualidad la alarmante situación sísmica en la que se encuentra la isla de EL Hierro, a cuyo respecto no pudo uno por menos de sentirse sorprendido al escuchar -el viernes pasado- una información de TVC, comunicando (cito literalmente por la significación del último verbo) que “es la primera vez que el Ejército ocupa la isla”, aludiendo a la ayuda humanitaria desplegada allí por el estamento militar español: porque resulta evidente que sólo la intervención militar de los conquistadores -siglos atrás- permitió anexionar posteriormente esa isla a la Corona de Castilla, de tal manera que los orígenes de su hispanidad remiten precisamente a una (vuelvo a citar la palabra) ocupación militar.

Tal vez pudiera aducirse, a este respecto, que aquellos remotos invasores no constituían un ejército propiamente dicho, sino una pandilla de mercenarios, que ni siquiera eran españoles, pues los capitaneaba el corsario francés Jean de Bethencourt: sin embargo, sí fue un ejército de militares revoltosos quien ocupó aquella isla en 1936, obligando a muchos demócratas herreños (entre ellos el periodista Padrón Machín) a refugiarse, durante muy largo tiempo, en los hirsutos pedregales de La Dehesa; de tal manera que no ha sido -por desdicha para la ancestral Junonia- esta ocupación militar la primera que allí se ha producido: incluso se ha hablado de submarinos alemanes que merodeaban las aguas de Orchilla, durante la Segunda Guerra Mundial; aunque no hay noticias de que sus ocupantes militares ocuparan la isla.

Posiblemente el destino de todas las islas consista en ser invadidas, a la manera de aquellos indígenas americanos de La cantata de don Rodrigo de Les Luthiers, que recibieron a los conquistadores españoles de la ficción exclamando alborozados: “¡Ya nos descubrieron! ¡Al fin nos descubrieron!”, como si su dedicación ancestral hubiera sido aguardar secularmente esa llegada: los griegos se pasaron toda su Historia Antigua (y toda su Mitología) invadiéndose militarmente unas islas a las otras, mientras que Napoleón Bonaparte -a la inversa- salió de una isla para invadir un continente, aunque en su senectud regresó a otra isla (o lo hicieron regresar) para morir; tal vez remitiéndose a la teoría del irlandés Samuel Beckett (que Juan Cruz gusta citar) de que ningún insular abandona jamás su isla natal, porque la lleva a cuestas. En cualquiera de los casos, no puede uno por menos de preferir esta generosa ocupación militar herreña a la inmediatamente anterior.