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mirada sobre áfrica > por Juan Carlos Acosta

Mamine y Mactar > Juan Carlos Acosta

   

Si algún occidental va buscando en Dakar aspectos familiares que le recuerden al lugar de procedencia o una cultura convertible o domesticada, simplemente no ha elegido adecuadamente su viaje, porque la capital senegalesa es todo menos eso. Por el contrario, podrá vivir una aventura diferente, totalmente distinta, que nada tiene que ver tampoco con lo que entendemos nosotros por unas vacaciones previsibles, sino con el descubrimiento de otro ser humano, de otras culturas, costumbres, ritmos, aromas y espiritualidad, aunque también vitalidad y hasta frenesí urbano.

Lo primero que me ocurrió la primera vez que pisé una ciudad africana fue sentir cierta inquietud ante la descarada cercanía del prójimo y su afán por prestarme algún servicio con el que conocer mejor los entresijos de su hábitat. Hasta casi me incomodaba el no poder andar libremente sin ser interrumpido a cada paso. El personaje de la calle tiene esa forma de relacionarse, pero esa sensación se diluye pronto cuando uno se habitúa a la escenografía popular y es capaz de transmitir el gesto ausente del que no está interesado por adquirir absolutamente nada, tras lo que comienza la fase de integración en la cultura local. Es entonces, y no antes, cuando surgen los hallazgos humanos.

Mamine Kanute es una de esas sorpresas espontáneas, un aristócrata callejero que habla perfectamente el español, el italiano y no sé cuántas lenguas más, y es capaz de representar mil y una fórmula para hacerse entender sin traicionarse a si mismo. Tiene dos hijos, se acaba de separar de su mujer y su especialización es tal que te invita a que lo llames simplemente Marco Polo para evitarte complicaciones a la hora de pronunciar su nombre.

Mactar Niang es un estudiante de filología española en la Universidad Cheikh Anta Diop que ha tenido que colocarse de ordenanza en un banco, con mucha suerte, debido a las difíciles condiciones económicas por las que atraviesa su país. Es un hombre de una nobleza extraordinaria, una lealtad a prueba de bomba y una obediencia ciega al líder espiritual de su núcleo familiar, otro joven de la misma edad que esboza una sonrisa bondadosa y gentil permanente.

Ambos se ponen los domingos su sabador ak thiaya, la túnica y el pantalón tradicional senegalés. Los dos caminan erguidos y paso pausado, sin prisas, y combinan sus ocupaciones con la eventual posibilidad de ganar unas monedas como acompañantes de visitantes extranjeros, con una disponibilidad, entrega y eficacia total.

Mactar me llevó a su casa y me presentó con solemnidad a sus mayores. La familia, muy numerosa, me brindó todo lo que tenían, justo lo necesario para sobrevivir. Hicieron su comida con leña en el patio, en un gran bote de latón, mientras los niños se aplicaban en aprender pasajes coránicos en unas tablillas de madera. Les hice saber que quería obsequiarles algo y al rato apareció mi guía con dos botellas de refresco que hicieron brotar gestos de felicidad en todos los comensales. La familia Cone es la clase media de Dakar.

Mamine me cantó su canción preferida, que habla del esfuerzo por conseguir lo que necesitas sin miedo a las adversidades, e intentó hacerme comprender que el sentido del compromiso y de la palabra dada entre los senegaleses todavía hoy sigue siendo un valor inquebrantable.